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jueves, 8 de abril de 2010

OPINIÓN: El dilema de la mentira

Por Margarita García Robayo

Así como en Hollywood los escándalos suelen estar hechos de infidelidades, en el mundo periodístico están hechos de mentiras. Hace unas semanas, la biografía del polaco Ryszard Kapuscinski, escrita por su colega y amigo Artur Domoslavski, instaló –otra vez– la discusión sobre la mentira en el periodismo: “Algunos de los libros de Richi no pertenecen al estante de no-ficción”, dijo el biógrafo.
Días después, apareció un caso más extremo, el de Tommaso Debenedetti, un periodista italiano que parece haber inventado una buena cantidad de entrevistas a escritores famosos: Philip Roth, John Grisham, Nadine Gordimer, Le Clézio, entre otros. El debate se encarnizó. Entonces me acordé de un famoso caso en la Argentina, bastante parecido al de Debenedetti: se llamaba Nahuel Maciel y era mapuche (o eso decía él). En sus fantasías, Nahuel entrevistó –y publicó en el diario donde trabajaba, El Cronista– a Vargas Llosa, Onetti, Umberto Eco, Ray Bradbury, García Márquez (cuya entrevista se volvió libro) y otros. Cuando todo se supo, el mapuche fue repudiado y se autoexilió en las lejanas tierras de Entre Ríos, y ahora es un líder ambientalista. Así, deben de haber millones de historias que hacen pensar que la mentira es a los periodistas lo que las niñeras a los maridos de Hollywood: una maldita tentación.
Trabajé varios años en una fundación de periodismo que queda en Cartagena. Se llama Fundación Nuevo Periodismo, la preside García Márquez y la dirige un señor genio llamado Jaime Abello Banfi. Fui testigo de muchas discusiones respecto de este tema –una de ellas provocada por la postulación del mentado Maciel a un taller– y lo que puedo decir es que la fundación es absolutamente proverdad, que no es para nada laxa en estas cuestiones; pero, sobre todo, es un lugar donde se reflexiona sobre las cosas que afectan el oficio periodístico y sus maestros suelen tener opiniones diversas sobre asuntos fundamentales. Recuerdo a Francisco Goldman diciendo en un taller algo así como (aclaro que no es una cita exacta, ya que estamos): “Cuando en mi investigación me encuentro con un solo hueco que no puedo llenar con datos verídicos, nace un texto de ficción”; o a Jon Lee Anderson contando cómo en The New Yorker –cuyos fact-checkers son fundamentalistas de la verdad– le podían parar una nota durante meses porque no podía confirmar el nombre exacto de una flor que había en un jardín afgano. Pero también vi de los otros: de los que decían que, si hay huecos, que se llenen con situaciones creíbles; y que el nombre de una flor importa menos que nada. Es decir, no hay una carta de principios ni dogmas preestablecidos, hay deliciosas jornadas de reflexión alternadas con meriendas tropicales.
Hecha esa precisión, puedo decir que, al menos yo –mera oyente–, no llegué nunca a anclarme en una postura única sobre el límite entre la ficción y la no ficción en textos periodísticos. Me parece que es difícil pensar eso en abstracto. Adoré los libros de Kapuscinski y enterarme de que algunos detalles podían no ser reales no me hizo ni cosquillas. Lo de los plagios es distinto porque allí ni siquiera hay un esfuerzo creativo, es un vulgar robo –y no hay nada más triste que la falta de creatividad y de ingenio en alguien cuyo trabajo depende en buena medida de eso–. Un periodista que plagia es, además de un delincuente, un tonto; un periodista que inventa puede llegar a ser un inmoral, un delincuente incluso (porque su invento suele afectar a un tercero: al entrevistado ausente, por ejemplo), pero el resultado de su invento es lo que determinará, en última instancia, si es un tonto irremediable o un tipo talentoso pero mitómano, o si es alguien sin ton ni son que arriesgó su credibilidad en vano. Puede que en el periodismo haya demasiados debates éticos a priori; supongo que se necesitan para ir estableciendo códigos en el oficio. Pero supongo también que –independientemente del oficio– debería bastar con aplicar el principio simple de la transparencia: yo soy fulano y esta historia es una invención. Y si es una buena historia encontrará editores que la publiquen y lectores que la lean. Quizá ya no le llamen a eso periodismo, pero a quién le importa: la etiqueta “periodismo” no es, así solita, sinónimo de pieza magistral.
Pero los detalles son otra cosa y lo malo de estas discusiones es que todo se confunde y se salpica. Los detalles, para mí, están en función de la historia. Si a la historia le ayuda que una nena fea lleve un lindo lacito en su cabeza amorfa, no estoy en contra de ponérselo. Según el canon más clásico, eso no es periodismo; según el canon más clásico, la etiqueta de un periodista que hace eso vendría adjetivada: “periodista mentiroso”. Por eso, con perdón, desconfío de los cánones y de las etiquetas y de los estantes de libros categorizados: porque no piden contexto, al contrario, exigen reducciones. Pero parece que el mundo necesita las etiquetas para no confundir arena con harina; porque están los Debenedetti y los Maciel, mentirosos compulsivos o bromistas sofisticados, vaya a saber, que revuelven el frasco denso de los códigos y alguien, muchos, todos, tienen que salir a aclarar lo obvio: señores periodistas, mentir está mal –así dicho, quién podría oponerse–. Y con eso, al menos por un rato, consiguen salpicar las mejores historias.
Fuente: Crìtica Digital

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