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Por Natalio R. Botana
Estamos inmersos en un estallido social y político. La ciudad de Buenos Aires, el núcleo de este fenómeno...
en expansión, forma parte de una megalópolis desproporcionada por su magnitud con el resto del país. Subsidiada con tarifas de transporte y energía que no se registran en los contextos urbanos de las provincias, con capacidades para dispensar salud y educación gratuitas a sus habitantes, nuestra megalópolis es un gigantesco centro de gravitación que atrae a las poblaciones miserables del país y de los países limítrofes.
Este cuadro resulta de varios factores, entre los cuales se destaca el generoso principio de la "inmigración espontánea" bajo cuya égida se fue formando la Argentina moderna. Este principio lo enunció Bartolomé Mitre en un discurso pronunciado en el Senado de la Nación en 1870. Desde entonces, aunque hubo episodios indignos que desmintieron dicho propósito, nuestra tradición constitucional no consiente actitudes xenófobas ni tampoco se compadece con políticas centralizadoras, a contrapelo del federalismo, que posterga (en recursos de coparticipación o merced al apropiamiento de retenciones a las exportaciones) a las provincias productivas, grandes y medianas, ubicadas más allá de la aglomeración porteña y bonaerense.
Salvo excepciones en pequeños distritos con abundancia de gas, petróleo y minería, esta dinámica encapsula la población y los conflictos sociales en esa omnipresente megalópolis. Los efectos de esta política de hegemonía centralizante han sido devastadores para una población de excluidos que se apiña en los márgenes de la estructura urbana establecida y, ahora, como siempre, avanza en procura de nuevos espacios públicos en los cuales radicarse. Públicos son, en efecto, los terrenos adyacentes a los ferrocarriles estatales o las tierras fiscales que dieron base al crecimiento de villas desde hace, por lo menos, medio siglo (ahora se suman también predios privados, generalmente en litigio).
Además, en la actualidad hay escasez de tierra en la ciudad de Buenos Aires si, por ejemplo, comparamos esta oferta con la existente en tiempos de las migraciones de ultramar. Para colmo, poco hemos progresado para contener tamaño problema porque, lejos de amortiguar una patética restricción del crédito inmobiliario, la política inflacionaria sistemáticamente la agrava. En las villas y los asentamientos hoy rige un capitalismo salvaje en materia de alquileres.
Como puede advertirse, no se formulan mayores respuestas por parte del Estado ni desde el flanco del mercado. ¿Dónde han quedado los loteos populares que abrieron cauce a la movilidad social desde la época del Centenario? ¿Dónde los cuantiosos créditos que volcaba el antiguo Banco Hipotecario Nacional en la forma de préstamos a largo plazo? Ya sea en parte por la saturación de la tierra urbana; por las malas leyes que no atienden a la adquisición mediante el trabajo y el ahorro de la vivienda popular; o, en fin, por la excesiva dependencia hacia la entrega directa de viviendas efectuada por el Estado e impregnada de clientelismo, lo cierto es que, en esta megalópolis, los desarrollos urbanos de la clase media y alta están rodeados de miseria, por un creciente archipiélago de la marginalidad.
En la ciudad de Buenos Aires la situación es tributaria de instituciones deficientes y de conductas torpes y agonales, desde luego hasta el momento incompetentes para recrear consensos mínimos de gobernanza. Lo hemos subrayado muchas veces en esta página y ahora, lamentablemente, debemos volver a la cuestión, esta vez teñida de sangre. La ley que la constituyó ha sustraído a la ciudad de Buenos Aires dos medios esenciales de gobierno en materia de policía y transporte. Dado este encuadre, si no hay acción conjunta con el Poder Ejecutivo Nacional -titular de la Policía Federal, la Gendarmería y la Prefectura-, las percepciones ciudadanas acerca de una degradación del Estado aumentan en directa proporción a los conflictos sociales y a esas carencias de cooperación.
En este vacío implosionó la insuficiencia institucional en el parque Iberoamericano y en las villas y los asentamientos adyacentes. Ni el gobierno porteño ni el Poder Ejecutivo Nacional reaccionaron en debida forma frente a tamaña emergencia. El gobierno de la ciudad podría haber urbanizado con más y mejor inversión un espacio público que representa la imagen, en los sectores ocupados, de un potrero abandonado más que la de un parque de solaz y encuentro; el Poder Ejecutivo Nacional podría a su vez haber concurrido con el auxilio de la fuerza pública en un desalojo legalmente irreprochable, pues lo había ordenado el Poder Judicial.
Nada de esto aconteció. En esta ciudad de dos gobiernos en tensión belicosa, como en su momento la caracterizó Alberdi, las autoridades cultivan el ánimo antagónico. Uno, el Poder Ejecutivo, porque no soporta compartir el poder; otro, el gobierno de la ciudad, porque su titular se erige en rival político, olvidando acaso que la legitimidad electoral no es sinónimo, por la pésima conformación jurídica de la ciudad, de legitimidad institucional (la debilidad de la policía propia es, en este sentido, el ejemplo más hiriente) .
Por eso, en esta comedia de enredos muy pronto convertida en drama se desató una guerra social circunscripta de muy difícil pronóstico en cuanto a su desenlace. ¿Sería redundante insistir en que deben proseguir las conversaciones entre ambos gobiernos para encontrar soluciones impostergables? El acuerdo de anteayer ratifica este temperamento, abre un camino constructivo y exige ejecutar con eficiencia este nuevo plan de viviendas.
Sarmiento decía que "la guerra social" se disparaba en una sociedad heterogénea que, por carecer de instituciones comunes, rodaba por la pendiente de una lucha de todos contra todos. Cuando el Estado se bate en retirada, la violencia privada no tarda en reclamar su lugar. Lo hace cuando el Estado nacional revela su ineptitud para reprimir legalmente y no controla con responsabilidad el comportamiento de la policía, y lo hace también al influjo de una madeja de intereses, de líderes sociales vinculados al oficialismo, que impulsan la usurpación de los espacios públicos y aparecen luego defendiendo esa estrategia en los estrados oficiales. No son los únicos, obviamente.
Se instala de este modo una dialéctica del miedo acoplada a la dialéctica amigo-enemigo. Otros vecinos reaccionan, la mano de obra del bajo fondo de las barras bravas no tarda en intervenir y, de este modo, todos contribuyen a escribir el capítulo agónico de la guerra social. ¿Cómo restaurar el sentido equitativo de "la paz interior", como reza nuestro Preámbulo?
Son preguntas a las cuales habría que responder con la sensatez que demanda un escenario donde, por un lado, hay muertes; por otro, exclusión social y manipulación de la miseria; por el tercero, retroceso del Estado; por el cuarto, ascenso diario de los riesgos amenazantes que desencadenan el crimen organizado, las mafias y el narcotráfico. Es un cuadrilátero que se superpone a otro, según apuntábamos hace un mes, donde coexisten cuatro corrientes en el seno del oficialismo: la del peronismo político, la del sindicalismo, la piquetera de nuevos dirigentes sociales y la setentista.
En el cuadro sombrío de esta implosión de la insuficiencia institucional, habría que seguir de cerca cuál de estas tendencias concluye prevaleciendo y qué métodos elige el Gobierno para garantizar el valor de la paz. De nada sirve inventar enemigos e imaginar conspiraciones, como pregonan las más altas autoridades. Sería deseable, en cambio, que alguna vez podamos construir en conjunto la morada común del Estado de Derecho.
Fuente: lanacion.com.ar
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