por Laura Di Marco
Jamás pensó que los medios o la política podrían meterse algún día en el quirófano, en medio de una operación a corazón abierto, y casi monitoreando en tiempo real los delicados movimientos de su bisturí.
Y, sin embargo, eso fue lo que sucedió aquella tarde de enero de 2004, cuando lideraba el equipo de trasplante cardíaco infantil que logró salvarle la vida a Abril, una beba de 16 meses que había llegado al hospital Garrahan en estado crítico, al tope de la lista de emergencia nacional del Incucai.
"Los canales informaban en vivo sobre los detalles de la operación que ?después me enteré? se seguía hasta en Punta del Este. Los teléfonos sonaban dentro del quirófano mientras operábamos: una verdadera locura", recuerda hoy, todavía incrédulo, Horacio Vogelfang, jefe del Servicio de Trasplante Cardíaco Infantil del hospital Garrahan, como si aquella hazaña no hubiera merecido semejante atención.
Aquel enero de 2004, el doctor Gerardo Naiman, segundo en el servicio del Garrahan y al frente del equipo de ablación, oficiaba de nexo con el mundo exterior, mientras Vogelfang permanecía recluido en el hospital pediátrico preparando a Abril. Naiman había sido el encargado de viajar a Santiago del Estero, donde residía la beba donante, en medio de un delicado operativo cronometrado: toda una ingeniería minuciosa al servicio de no perder ni un segundo porque un corazón detenido, una vez fuera del organismo, tiene un límite de vida útil que es, como máximo, de apenas seis horas. "Teniendo en cuenta que, muchas veces, hay que ir a buscar el órgano a una provincia en avión, el esfuerzo para que todo encaje es enorme."
-No sabés lo que es afuera? -susurró Naiman, apenas entró en el quirófano, con una heladerita en la que portaba el corazoncito congelado, que minutos más tarde latiría en el tórax de Abril Dispenza. Pero no llegó a terminar la frase.
-No me cuentes; no me quiero ni enterar -lo frenó Vogelfang, algo molesto por aquella exposición no buscada, que increíblemente se le había colado dentro del quirófano.
Unos días antes de esta histórica operación, cuando el caso de su hija ya era terminal, Sergio Dispenza se había parado en la explanada de la Casa Rosada para protagonizar su propia cadena nacional: nunca es fácil encontrar a un donante en horas desesperadas, pero mucho menos lo era, en su caso, siendo su hija tan chiquita. Por eso, Dispenza decidió jugar aquella última carta al apelar a la solidaridad de quienes lo estaban mirando. Y, precisamente, uno de quienes lo estaba mirando por televisión, mientras intentaba hablar con el Presidente, era el propio Vogelfang.
"Apenas podía creer adónde este hombre había llegado; hay algunos padres que tienen un coraje? que uno se pregunta quién aprende de quién o quién ayuda a quién. He aprendido mucho de todos ellos."
Era el efecto poscrisis de 2001. Y democracia inmediata estaba en auge en la Argentina, es decir, todo el mundo quería ser atendido y escuchado en forma directa por el poder político: fue así como el caso de Abril había tomado temperatura mediática y había logrado concitar el interés de los argentinos.
Pero, ¿en qué piensa o en qué cree un cirujano de este nivel cuando está abriendo el tórax de un chiquito para salvar su vida? ¿Cree sólo en él y en su ciencia o piensa que algún dios lo está auxiliando en esos momentos extremos?
"Creo que hay algo, más allá de lo humano, que logra interconectar de un modo impresionante a las 20 o 25 personas que estamos haciendo el trasplante. Hay algo que sucede en todas las intervenciones que hicimos, desde el 2000 en adelante, y que va mucho más allá de un simple acto médico. Hay un momento crucial, y mágico a la vez, y es cuando colocamos el corazón en el pecho, a la espera de que lata. Porque puede suceder que, haciendo el mismo procedimiento cada vez, los corazones no latan; ése es el riesgo mayor en este tipo de operaciones. Esos segundos decisivos traen gran adrenalina. Pero en el caso de Abril, empezó a latir sin dificultad y, entonces, todos empezamos, espontáneamente, a aplaudir dentro del quirófano. A esa conexión en el equipo yo la llamo Dios."
Un camino con corazón
A los 58 años, Vogelfang es uno de los mejores cardiocirujanos infantiles del país. Lleva adelante, junto con su equipo, un programa de alta complejidad con reconocimiento internacional: por los resultados obtenidos y la cantidad de intervenciones exitosas realizadas, el servicio de Trasplante Cardíaco del Garrahan figura entre los cinco mejores del mundo, detrás de dos centros en Alemania, EE.UU. y Canadá.
Dirige el servicio desde su creación, en 1999. En treinta años de carrera médica, operó a miles de chicos y les salvó la vida a cientos. Es discípulo del doctor Guillermo Kreutzer, el maestro de la cardiocirugía infantil en la Argentina, y, en varios tramos de su carrera, hizo entrenamientos en el exterior: en el hospital de niños de Boston y de Toronto; otra temporada, en Miami. Luego, en Londres, y por último en el prestigioso Royal Brompton, especializado en afecciones cardíacas. Su colega Rodolfo Neirotti, también discípulo de Kreutzer, fue, en una época, jefe de cardiocirugía infantil en un hospital de Amsterdam. Y durante ese tiempo, Vogelfang también se entrenó allí.
El año pasado, junto con Naiman, viajó a Chile para asistir a los médicos vecinos en el uso del corazón artificial, una sofisticada y carísima maquinaria, llamada Berlin Heart, de la que disponen pocos centros en el mundo.
"Cuando decidimos conectar el corazón artificial a un chiquito es porque le quedan horas de vida; a veces son 48, pero, a veces, son dos. Se trata de corazoncitos muy pobres, y se los asiste en el límite", dice este médico de proezas silenciosas, que confiesa haber trabado con Dios un pacto de "no agresión".
Hace poco tuvo un sueño extraño, que lo dejó conmocionado. Corría y corría una carrera junto con sus colegas cirujanos. Y en el medio del sueño, empezó a sentirse ridículo. Y mientras se sentía ridículo, se escuchaba a sí mismo preguntándose: "Pero, ¿cómo vas a competir, si ellos pueden correr y vos no?". Lo curioso fue que, cuando despertó, seguía en plena carrera, dale que dale.
Nada de todo esto resultaría extraño -menos en un sueño- si no fuera porque Vogelfang padeció polio cuando era chico, una enfermedad que lo marcó en su infancia (y más allá), y que le dejó una secuela de por vida al caminar.
¿Y no habrá influido la polio, en la infancia, para luego, de grande, querer curar chicos?
No lo tiene en claro, dice, después de pensar un rato. "Lo veo como algo más personal, como una práctica (la del trasplante) que me devuelve la imagen de que todo es posible. Cada uno tiene su secuela de algo."
En su despacho hay fotos de perros con orejas largas y tremenda cara de buenos; están justo al lado de los chicos trasplantados por el equipo: muchos de sus "pacientitos", como él los llama, ya llevan diez años, con el corazón donado.
¿Son sus perros? "No -se ríe-; bueno, sí... Son Bobby y Chicho, nuestros primeros trasplantados, con quienes fuimos desarrollando la puesta a punto de la técnica. Tuvimos un año y medio de cirugía experimental, antes del primer trasplante en humanos. Ahora estamos haciendo una experiencia en chanchos, conectados al corazón artificial."
Nació en el barrio porteño de Paternal, frente al Club Fulgor, y por esas piruetas del destino tuvo un vecino que, con los años, fue famoso: el futbolista y hoy DT de Rosario Central, Reinaldo "Mostaza" Merlo.
"Probablemente, la secuela de polio haya influido en mi carrera, más de lo que supongo. Quizá haya sido parte de querer demostrar o demostrarme que se puede hacer todo ?a pesar de´. De chico jugaba al fútbol de arquero, con Mostaza, que casi tiene mi misma edad y nadie entendía cómo yo podía atajar bien. Pero atajaba. Y, bueno, son esas ganas de atajar penales, de pararse en la última línea y empezar a recibir los pelotazos, a ver cómo me va."
Pasó muchas más horas de su vida operando que durmiendo.
La intervención más larga que le tocó liderar duró 24 horas. La complicación fue, de nuevo, que el flamante corazón -ese órgano siempre desconcertante y sutil- se negaba a hacer su trabajo natural. Sin embargo, y a pesar de ese corazoncito roto, durante ese día otro milagro sucedió. Apareció otro donante y la "pacientita" se recuperó con éxito.
Y con todas esas hazañas en su haber, ¿de veras que nunca se creyó un poquito Dios?
Más allá del pacto de "no agresión" suscripto por una sola de las partes (es decir, por Vogelfang), el cirujano que les salvó la vida a cientos de chicos argentinos jura que está lejos de creerse Dios. Ni siquiera, un poquito. "Todo lo contrario, siempre me estoy viendo los defectos, las fallas. Y le confieso: me canso bastante, últimamente. Muchas veces, me dan ganas de dejar todo e irme a mi casa. Pero sigo acá, atajando penales, como cuando era chico y jugaba en la canchita del Fulgor con el Mostaza: ése sí que era el célebre de la cuadra".
HORACIO VOGELFANG
Cardiocirujano infantil
Quién es: lidera el equipo de trasplante cardíaco del Hospital Garrahan desde su creación, en 1999, y es uno de los más prestigiosos cardiocirujanos infantiles del país. El programa que dirige figura entre los cinco mejores del mundo. Está casado y tiene cuatro hijas. Padeció poliomielitis en la infancia, afección que le dejó una secuela al caminar. Esa enfermedad, dice, fue un "motor" que le sirvió para demostrar que, a pesar de ese problema, podía llegar al máximo nivel en su especialidad, una meta que logró con creces.
Qué hizo: con 58 años y más de 30 de carrera, operó a miles de chicos y les salvó la vida a cientos. Dirige el único programa de alta complejidad en la esfera pública del país, por lo que atiende a chicos del interior y de América latina.
Fuente: lanacion.com.ar
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