por Natalio Botana
Las encuestas ayudan a entender lo que pasa si se las utiliza como guías para explorar situaciones complejas.
La reciente encuesta de Latinobarómetro (edición 2009) sobre una muestra de más de 20.000 casos distribuidos en 18 países latinoamericanos inquiere acerca de nuestras creencias, traducidas en porcentajes positivos, que en este estudio se proyectan sobre tres imágenes: la imagen acerca de cada uno y de su familia, la imagen acerca del propio país y, por fin, la imagen del mundo que nos circunda más allá de las fronteras.
Las noticias que arrojan estos porcentajes muestran una Argentina quebrada por la alta valoración otorgada a los individuos y a la familia y el más bajo concepto, en el conjunto de las naciones registradas, que merecen tanto el propio país como el mundo. En otras palabras, el optimismo impregna la imagen de cada uno de nosotros y del círculo familiar, al paso que el pesimismo invade nuestra visión del país y del mundo. Algunas cifras: en la Argentina los individuos y la familia representan una opinión positiva del 82%, y el país y el mundo apenas un 19% y 20% respectivamente. El contraste con Brasil es elocuente: la relación allí es del 91% (individuos y familia), 75% (país), 61% (mundo). Con menos homogeneidad, el cuadro del Uruguay es superior al nuestro: en la misma línea de comparación los porcentajes son 84%, 59% y 35%.
El asunto da que pensar. En las dieciocho naciones bajo análisis la buena imagen acerca del individuo y de la familia encabeza el pelotón de las respuestas positivas, pero en ninguna de ellas la percepción del propio país y del mundo ocupa un escalón tan bajo. Ni los nicaragüenses y hondureños sometidos a duros enfrentamientos políticos ni tampoco los mexicanos en trance de padecer la agresión de los carteles del narcotráfico comparten una escisión semejante entre lo individual y lo colectivo, y entre lo público y lo privado. ¿Por qué entonces? ¿Habría que dar acaso razón a un viejo texto de Borges que declaraba que los argentinos eran individuos y no ciudadanos? Y en todo caso, en relación con estas dudas, ¿por qué giramos siempre en torno a nuestro déficit de ciudadanía? Individuos en apariencia satisfechos consigo mismos, replegados en su familia, en medio de un país y un entorno poco apetecibles.
No es sencillo encontrar alguna pista de explicación. En la raíz de la palabra país encontramos la mirada que cada uno despliega sobre un paisaje. El lugar donde estamos -un territorio, una comarca- representa al mismo tiempo una política (en cuanto a régimen y decisiones públicas que se implementan), una economía y una sociedad. Todo ello inmerso en un mundo plural y heterogéneo, que se expresa mediante demandas de reconocimiento y viejos y nuevos conflictos. En este paisaje, la política democrática -la única que hemos adoptado a partir de 1983- es la gran mediadora colectiva; una instancia que debería ser capaz de arrancar al individuo de su contorno más inmediato para lanzarlo a la acción que persigue plasmar, aunque más no sea ocasionalmente, el perfil del interés general.
El atributo con el cual la teoría democrática y republicana ha pensado este tránsito es el de la ciudadanía. Atributo exigente, acaso utópico para una corriente del pensamiento realista que agota exclusivamente la política en la lucha y conservación del poder, la ciudadanía tiene grados en cuanto a su realización efectiva. El primero y más necesario, obviamente, es el lazo afectivo con su propio país y, en una escala mayor, dado que vivimos en tiempos de globalización, el vínculo con el mundo en tanto oportunidad para salir del aislamiento (la disposición opuesta a contemplar el contexto internacional como un elemento hostil).
Parecería que estos dos parámetros están flaqueando ente nosotros. Estirando estas actitudes al extremo, si el país y el mundo valen poco, entonces estarían dadas la condiciones para transferir la culpa de lo que nos pasa a los otros, es decir, a ese país y a dicho mundo. Como me decía hace un tiempo una señora bien ubicada en la escala social: "Qué querés, este país es un desastre, pero a Fulanito y a los chicos les va divinamente bien". No hagamos de las anécdotas tendencias generales. Sin embargo, es cierto que, en el pasado cercano y en la actualidad, los indicios abundan en esta materia. ¿Dirán lo mismo los sumergidos a quienes nada resguarda salvo, tal vez, su círculo íntimo?
La cuestión política por resolver es pues la de la ciudadanía mediante una mejor asunción del país como cosa común (eso es la república) y no como paisaje menospreciado. Es un itinerario que, luego de una experiencia democrática que supera el cuarto de siglo, estamos efectuando por etapas. Son trechos difíciles de recorrer porque la ciudadanía parece vaciarse en el molde de conflictos segmentados y de movimientos que persiguen satisfacer intereses circunscriptos.
Cuando se trata de defender un interés afectado por múltiples motivos, ya sea por ejemplo en un sector de la economía y del empleo, o en un punto geográfico, la ciudadanía vibra, se enfervoriza y se apropia del espacio público. En tales momentos, la política representativa parece ir a remolque de estos acontecimientos y hasta pretende usufructuarlos desde el Gobierno como consigna la polémica exculpación que ha dictado un juez federal entrerriano con respecto a los implicados en el corte del puente internacional entre Gualeguaychú y Fray Bentos.
Cuando, en cambio, la política busca proponer a través del liderazgo que se forja en los partidos políticos una empresa mucho más amplia (algunos hablan de "proyecto de nación" o de "proyecto de país"), las convicciones decaen o abren paso a un choque con gobernantes adictos a la confrontación. Este vacío es difícil de llenar. Como en términos políticos el país es poco relevante y el mundo inoportuno, es natural que suela quedar en pie el repliegue al individualismo prolongado en la familia o bien la praxis conflictiva de la política encapsulada en conflictos sectoriales. Más allá de este terreno se extiende el espacio de una política representativa poco respetada, entre otros motivos debido a que arrastra sedimentos de corrupción que se depositan sobre sucesivos gobiernos.
Ninguna experiencia escapa a estos juicios lapidarios. No obstante, habría que preguntarse si estas sentencias, aplicadas a la política, son correlativas a la sanción moral que debería corresponder a los nichos de corrupción ubicados en la propia sociedad. ¿De dónde arrancan, en definitiva, los impulsos en procura de prebendas y dinero mal habido? Si algo está podrido entre Caracas y Buenos Aires (diría algún Shakespeare de entre casa) es a causa de que junto con los gobiernos han actuado empresas e intermediarios.
Estos son algunos de los obstáculos que se alzan amenazantes frente a los liderazgos de reconstrucción tributarios de nuestros partidos. Tarea enorme y, sin embargo, posible en la medida en que entendamos que la ciudadanía democrática, y los gobernantes que ella elige, dependen para su perfeccionamiento del ejercicio de la responsabilidad en cuanto a las consecuencias colectivas de nuestros actos. Sin esa responsabilidad compartida, la ciudadanía declina en un festival de comportamientos irresponsables en el cual se rifa el futuro. Es lo que deberíamos superar si queremos colocar al país y al mundo a la altura de nuestra esperanza (por más débil que ésta sea).
Fuente: lanacion.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario