Mori Ponsowy - Para LA NACION
Jean-Jacques Rousseau murió once años antes de la Revolución Francesa de 1789, pero muchos de sus contemporáneos lo consideraron responsable de ella, así como de la destrucción del ancien regime.
Su influencia sobre el pensamiento moderno ha sido enorme, y su figura se convirtió en mito desde el mismo momento de su muerte. Sin embargo, ya en los últimos años de su vida, muchos de los que lo habían admirado y habían sido incluso sus amigos empezaron a revelar rasgos de su personalidad que desdecían la imagen que sus adoradores tenían de él.
En contraposición a Robespierre, que afirmó que Rousseau era "el único hombre que por la elevación de su alma y la grandeza de su carácter se mostró digno del papel de maestro de la humanidad", el filósofo inglés David Hume, poco después de haberlo acogido amablemente en su casa, cortó toda relación con él afirmando que se trataba de "un monstruo que se veía a sí mismo como el único ser importante del universo".
También Diderot, después de una larga amistad, lo tildó de "falaz, vanidoso como Satán, desagradecido, cruel, hipócrita y lleno de malevolencia". Y Voltaire dijo que era "un monstruo de vanidad y vileza". Esta discrepancia radical entre lo que pensaban quienes conocían a Rousseau y quienes le rendían culto por sus escritos se hace evidente al comparar los principios enunciados en Emilio con la manera en que se comportó con su mujer y con sus cinco hijos. Emilio es, quizás, el tratado de educación más célebre de todos los tiempos. Todavía hoy influye en nuestras ideas acerca de la paternidad, la crianza y la responsabilidad de los educadores sobre la formación moral del carácter.
"Ruégoos, jóvenes maestros, que os acordéis de que vuestras lecciones deben consistir más en acciones que en discursos, porque con facilidad se olvidan los niños de lo que se les ha dicho, pero no de lo que han visto hacer." Este postulado es una de las ideas centrales del Emilio . Y otro: "Ningún derecho tiene para ser padre quien no puede desempeñar las funciones de tal. No hay pobreza, trabajos ni respetos humanos que lo dispensen de mantener a sus hijos y educarlos por sí mismo. Puedes creerme, lector: a cualquiera que tenga entrañas y desatienda sus sacrosantos deberes le pronostico que derramará largo tiempo amargas lágrimas sobre su yerro, y que nunca encontrará consuelo."
Si Rousseau tuvo razón en esto último, habrá derramado largo tiempo amarguísimas lágrimas: tuvo cinco hijos, pero los abandonó a todos en la puerta de un orfanato. Los niños murieron pronto, como solía ocurrir en los hospicios. Más tarde, en sus Confesiones , se justificó de la siguiente manera: "¿Cómo podría haber tenido la tranquilidad mental necesaria para mi trabajo con mi buhardilla llena de problemas domésticos y el ruido de los chicos? Sin embargo, sé muy bien que ningún padre es más tierno de lo que yo hubiera sido".
Otro rasgo de su vida familiar, en franco contraste con sus ideas sobre la igualdad, es que solía maltratar a su mujer, una lavandera diez años menor que él, llamada Thérèse. No la dejaba sentarse a comer a su misma mesa y se burlaba de ella delante de sus amigos filósofos, a quienes les decía que era su criada, pues sentía vergüenza de que Thérèse no estuviera a su altura intelectual.
El caso de Rousseau puede servir para reflexionar acerca de cómo funciona nuestra credulidad. La tendencia a creer lo que nos dicen es un rasgo humano y natural: ninguna comunidad podría subsistir basada en la desconfianza permanente entre sus miembros. Pero así como es necesario creer, también parecería necesario y racional dejar de creer una vez que se demuestra la falsedad de una creencia. Y es ahí, precisamente, donde se pone de manifiesto cuán a menudo las bases de nuestra credulidad son tan irracionales que no sobrevivirían a la menor prueba.
Desde eslóganes publicitarios que prometen un cabello sin puntas partidas, hasta políticos que venden futuros imposibles o pasados inexistentes, nuestra capacidad de creer es atosigada con miles de promesas cada día. Pero a pesar de que los hechos desmientan rotundamente muchos de esos mensajes, seguimos comprando el modernísimo champú, aunque el cabello siga igual, y seguimos votando por los políticos de siempre, aunque los índices de mortalidad infantil, desocupación y analfabetismo apenas varíen a lo largo de las décadas.
Ni champús ni políticos dan pruebas de sus promesas. Sólo nos atosigan con palabras. Claro: equivocarnos con un champú vaya y pase, pero resulta sorprendente que continuemos equivocándonos con quienes conducen los aspectos más importantes de la Nación. Ponemos más cuidado al elegir un médico, un arquitecto, un animal doméstico que a nuestros políticos. Supongamos que queremos refaccionar un departamento o construir una casa. Un amigo nos recomienda un arquitecto. ¿Qué hacemos antes de contratarlo? Le pedimos que nos muestre fotos de sus obras; que nos acompañe a visitarlas; buscamos referencias. Después, si decidimos encargarle la obra y ocurre que el arquitecto no cumple con el contrato, podemos iniciar una demanda y, ciertamente, nunca lo volveremos a elegir para futuras reformas.
Médicos, artistas, académicos: para ascender en su profesión, todos ellos deben esforzarse por sembrar con sus acciones un largo camino. Sin embargo, a la hora de elegir a nuestros representantes solemos hacerlo basándonos más en sus proclamas y en nuestros prejuicios que en sus logros. Imaginemos que votamos por jefe de gobierno de la ciudad o por presidente de la República. Lo más sensato sería ver la hoja de vida de los candidatos: ¿qué hicieron antes de postularse? ¿En cuánto mejoraron los índices de salud, desempleo y escolaridad durante sus cargos anteriores? ¿Respetaron las leyes y las instituciones? ¿Tuvieron una conducta ejemplar? ¿Demostraron una firme vocación de servicio?
Con el amor sucede lo mismo. El verdadero amor es, sobre todo, cuidado e interés por el otro. El amor puede decirse con palabras y con hermosos poemas; pero a la larga son los hechos la demostración del amor. "Yo tengo un pretendiente, ¿vio? Es bueno, pero habla mucho, sólo quiere tomar mate y que nos vayamos a la cama -me dijo una mujer del conurbano, durante una entrevista-. Pero ¿sabe lo que yo quiero? Quiero que antes de que hablemos de amor me termine el revoque de la casa."
En la sencillez de esas palabras hay una sabiduría sorprendente. "Que me termine el revoque de la casa": ahí es donde se juega el amor. Y ahí, también, se juega la política, aunque en este caso no se trate ya de revoques, sino de mejorar las condiciones de vida de toda una comunidad. La idea viene de lejos: Res non verba! Compromiso, no "chamuyo". Amor constante, no promesas. Ponerse al servicio. Estar disponible. Los ciudadanos tenemos derecho a esperar eso de nuestros gobernantes. Y más aún: ellos tienen el deber de trabajar en aras del mayor bienestar común.
Actos, no palabras. Esto que parece evidente parece serlo cada vez menos. Las palabras nos engatusan como si fuéramos adolescentes infatuadas por el primer galán que se cruza en el camino. "¿De qué manera educó usted a sus hijos? -me gustaría preguntarle a Rousseau antes de adherir a sus preceptos-. ¿Con qué autoridad moral cuenta para hablar sobre educación?" Se trata de diferenciar entre los actos y las proclamas, algo que convendría hacer ante todo en relación con nuestros gobernantes para que podamos volver a creer en la política, hoy tan desprestigiada.
Nelson Mandela, Mahatma Gandhi, Martin Luther King, Vaclav Havel y, entre nosotros, Arturo Illia, son pruebas de que hay hombres con credenciales para guiarnos en la teoría y en la práctica. Hombres que mantuvieron un fuerte compromiso entre sus ideales y su praxis política, y que encarnaron la idea de que la acción moral por excelencia es el cuidado hacia el otro.
Reconocer la capacidad de seducción que la propaganda y las proclamas ejercen sobre nosotros podría, quizá, contribuir a que nos equivoquemos menos. Tal vez deberíamos prestar una atención escrupulosa a los hechos para no seguir glorificando a personas que no lo merecen. "Nadie tuvo jamás mayor capacidad para amar que yo", dice Rousseau en sus Confesiones . Es increíble que él creyera su propio discurso. Pero lo más sorprendente es que, confrontados con los hechos, sus contemporáneos y también la historia le sigan creyendo.
Fuente: la naciòn.com
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