Por Julio Barbaro
Lo de Israel hace tiempo lastima mi estructura personal de lealtades.
Uno imagina que el dolor enseña, y que las persecuciones que sufrió ese pueblo lo habrían vuelto invulnerable a la tentación por los excesos que seducen desde todo poder. Pero persiste la infinita sorpresa que oculta la reacción de todo ser humano, y los que más sufrieron son incapaces de ocupar el lugar del sabio, del que más aprendió.
Defender a Israel era ocupar el lugar obligado para enfrentar la demencia y la degradación de sus perseguidores derrotados por el mundo de la libertad.
Y el mundo que defendió a Israel era aquel que decidía imponer la fortaleza moral sobre la militar, eso que hoy expresan sus víctimas.
Ser antisemita implicaba ocupar el lugar del oprobio, ¿cómo no nos iba a lastimar entonces que los herederos de aquella noble causa tuvieran conductas parecidas al de su opresor?
Ahora son ellos los que abusan de la debilidad de sus vecinos, los que aparecen como la avanzada de una visión del Occidente supuestamente superior, ocupando el lugar del gendarme en medio de una cultura que busca su lugar en el mundo.
Duele y lastima; ahora ser antisemita implica, a veces, condenar atrocidades cometidas por el Estado de Israel.
Porque no defendíamos un pueblo en especial, sino el derecho a vivir con dignidad de una cultura perseguida en exceso. Como nos ayudan el talento y la sabiduría de Daniel Barenboim para poder darle distancia a la mirada.
Y entonces me vienen los recuerdos de Cuba, de esos sueños del mundo socialista que quedaron encerrados en una isla y un esquema, en un sectarismo y una falta de libertad que les sirve de excusa a demasiados de sus originales detractores.
Algunos festejan el fracaso, a otros nos duelen sus limitaciones.
Cómo explicar que para que exista la justicia no tiene que morir la libertad, que toda dictadura es nefasta para el género humano y peor aún, aquella que nació para hacer justicia.
Y la serie infinita de justificaciones que les sirven a los Castro para explicar el bloqueo del Imperio y justificar las consecuencias y a Israel para denunciar las agresiones de los fanáticos y justificar la represión.
Cómo olvidar al comunismo y sus explicaciones infinitas, aquel muro que separaba un pueblo y que el mundo entero festejó con su caída. En todos los casos, siempre quedan los que aplauden todo, los que de tanto justificar a Stalin perdieron el derecho a despreciar a Hitler.
Los trazos gruesos pueden explicar una etapa, un momento necesario para definir una sociedad distinta. Pero cuando la supuesta excepción va tomando su oscuro lugar de regla, las cosas ya no se pueden justificar y llegó el momento de imponer sin escuchar.
El socialismo de Cuba y el destino de Israel fueron parte de los sueños de muchos, demasiados compañeros de ruta, miembros de mi generación.
Parecían, entonces, los lugares del mundo donde estaba por florecer lo nuevo, la muerte del egoísmo en manos de la solidaridad, las causas que le daban sentido a la vida.
Cuántos amigos despedimos en su nuevo rumbo de encontrar en Cuba el socialismo y la justicia o recuperar en Israel la patria que habían heredado con su sangre.
No estoy revelando el pesimismo ni diciendo que no es posible un mundo mejor, sólo expresando lo que duele aceptar que el fracaso está carente de excusas, que la soberbia de algunos salvadores del mundo se degradó en experiencias peores a las que intentó salvar.
En el fondo, para tantos que no fuimos ni socialistas ni judíos, pero entendimos que en ellos se encarnaba buena parte de nuestra voluntad de justicia, para todos nosotros esta realidad que duele, a veces, se vuelve un horror que lastima.
Porque una cosa es que no lleguen a concretar sus sueños de imposible, y otra muy distinta es que se parezcan demasiado a aquello que intentaron superar.
No es que uno necesite condenar los fracasos ajenos, sólo que a nadie le gusta a veces escuchar en silencio las explicaciones de aquellos que fueron sus enemigos.
Ni el socialismo ni el pueblo judío merecían este presente, donde lo único que queda es la necesidad de justificar.
Claro que es bastante diferente, los cubanos resisten con dignidad sus complicaciones, los otros se convirtieron en agentes del Imperio.
Cuba tiene cierto sentido de impotencia, de tarea inconclusa; Israel es, sin duda, la traición a su razón de existir.
Cuba es una frustración, lo de Israel es la historia de la víctima que se convirtió en victimario.
Y entonces duelen distinto.
Fuente: lanacion.com
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