Osvaldo Guariglia - Para LA NACION
Los enfrentamientos a todo o nada por el pasado paralizan a las naciones.
Como en la vida de las personas, también en la vida de las sociedades el paso del tiempo agrega algo más que el envejecimiento, que afecta, en el primer caso, los órganos vitales y, en el segundo, los vínculos comunitarios. Por esa razón, la mera resistencia al desgaste, al anquilosamiento, a la decadencia, a la descomposición y, por consiguiente, a la muerte, en el caso de los individuos, y a la fragmentación o disolución, en el caso de las sociedades, se puede celebrar como un éxito, independientemente del estado en que cada uno se halle.
En otras palabras, en un siglo, el que va de la primera década del XX a la primera del XXI, en el que se vio caer viejos imperios, como el ruso, el austrohúngaro y el otomano, en el que renacieron naciones que habían desaparecido durante casi dos centurias, como Polonia, y en el que otras, como la altiva Alemania, que se extendía desde el Atlántico hasta la frontera con Rusia, vieron reducido su territorio a casi la mitad del que habían ocupado durante cientos de años; en un siglo, por último, en el que se asistió a la formación, primero, y a la disolución, setenta años después, de una superpotencia como la Unión Soviética, haber pervivido intacta como una misma nación-Estado no es un logro que pueda desdeñar ninguna comunidad política.
Los dos siglos transcurridos desde los inicios como entidad política independiente hasta hoy han consolidado una nación cuyo territorio era "el desierto que la rodea por todas partes, la soledad, el despoblado sin una habitación humana", como la describía Sarmiento en Facundo , y que hoy alberga a una población relativamente homogénea de 40 millones de habitantes, organizada en un Estado central y 24 estados provinciales.
No es la pretensión de este artículo añadir una reseña más a las muchas y, en algún caso, muy buenas que recientemente se han hecho del desarrollo de la República Argentina en el bicentenario transcurrido. El tema que me propongo desarrollar es otro bien distinto, y consiste, sucintamente, en echar una mirada reflexiva a una obsesión que aqueja desde antiguo a la opinión pública: la obsesión por la historia.
En un escrito polémico publicado en 1874 el joven Federico Nietzsche, por entonces novel profesor de filología clásica en la Universidad de Basilea y entusiasta admirador de Richard Wagner, atacaba despiadadamente "el sentido histórico que, cuando domina incontrolable y extrae todas las consecuencias, erradica el futuro, porque destruye las ilusiones y les quita la atmósfera en la que únicamente pueden vivir las cosas que existen" ( Consideraciones inactuales ). Por entonces, las ilusiones del joven filólogo -el renacimiento del sentido profundo de la tragedia clásica griega a partir del drama musical wagneriano- eran tan elitistas como extravagantes, y chocaban con una realidad que él encontraba banal y filistea.
Su diagnóstico del uso y abuso de la historia era, a pesar de ello, sumamente certero. Quien vive abrumado por el peso de un pasado inalterable que lo oprime y lo impulsa ha perdido la espontaneidad de sus actos, la libertad de proyectar su presente en un futuro abierto a nuevas posibilidades e imaginativos cambios. Volverse hacia el pasado para intentar descubrir escondida en sus conflictos, materiales e intelectuales, la quintaesencia de una identidad nacional aún no plenamente alcanzada, no solamente es teóricamente imposible, dado el carácter mediado, reconstructivo y particular del conocimiento histórico, sino que resulta paralizante para la acción.
Desde la Revolución Francesa, el término "nación" designa la conjunción de pueblo y Estado, es decir, la conformación de una ciudadanía que es, al mismo tiempo, política y social. Sin embargo, este hecho no debe inducir a equívocos: como señaló Joseph E. Renan en una famosa conferencia, "el olvido, y yo diría que también el error histórico, son un factor esencial en la creación de una nación, y es así que el progreso de los estudios históricos es frecuentemente un peligro para la nacionalidad".
Por si esta advertencia no fuera suficiente, a la ya citada debemos añadir otras especialmente enderezadas a borrar de la mente ciertas imágenes que los ideólogos del nacionalismo y los metafísicos de la historia han pujado por fijar de modo indeleble: que la nación es un fin ineluctable de la evolución histórica (Hegel), que la nación despliega en su "esencia" el núcleo de una cultura preexistente y que una nación, un lenguaje y una cultura deben corresponderse necesariamente con un Estado, como es la perenne pretensión de todo nacionalismo.
Las consecuencias que el embargarse con una obsesión colectiva por un supuesto pasado originario y fundacional tiene para la vida pública de la república no son en absoluto inocuas.
Adoptado ese pasado mítico como canon de una comunidad virtuosa, toda desviación a juicio de quienes se erigen en sacerdotes máximos de su culto, los historiadores-profetas, da pie a violentas denuncias contra los sacrílegos reos del imaginario crimen. No hay lugar, en efecto, para otro tipo de discusiones cuando lo que está en entredicho es la veracidad o falsedad de narraciones presentadas como textos revelados.
De ahí que el enfrentamiento político, y no solamente en la Argentina, resulte ser a todo o nada entre dos versiones distintas e incompatibles de un mismo pasado (un buen ejemplo externo de este fenómeno lo ofrecen ahora los miembros de la corriente del Tea Party en los Estados Unidos). Con ello, las cuestiones centrales que deben ser debatidas en la esfera pública -las interpretaciones más controvertidas de los derechos constitucionales, las propuestas públicas de reformas económicas y de la distribución equitativa del ingreso y de las cargas impositivas, el desarrollo social y la erradicación de la pobreza, la educación básica y la formación de técnicos y profesionales, la ciencia y la educación de posgrado, la integración del país en un mundo crecientemente globalizado, etcétera- son premeditadamente desalojadas del foco de atención de la ciudadanía para ocuparlo con denuestos, calumnias y grotescos relatos.
Nada de lo que hasta aquí expongo pone en duda la importancia y la necesidad de la disciplina histórica como la más antigua de las ciencias sociales, ni tampoco de todas aquellas otras disciplinas auxiliares, como la recopilación de estadísticas, el registro y archivo de las resoluciones y leyes, del material histórico de memorias, diarios, cartas, etcétera.
El conocimiento competentemente elaborado de los datos históricos de toda especie es un elemento indispensable para toda propuesta y toda elección que la comunidad política, por medio de sus representantes parlamentarios, adopte para su futuro. Solamente es necesario poner estos datos en su real dimensión: nos dan un panorama de los obstáculos que debemos salvar y de las simas que debemos sortear para obtener algún resultado auspicioso de los proyectos por emprender. Nos muestran los caminos que no están disponibles de antemano, pero no nos imponen ninguna senda en particular por donde avanzar ni nos empujan hacia alguna meta predeterminada para nuestra comunidad política.
Una nación-Estado que ha cumplido doscientos años como una entidad política independiente ya puede considerarse una nación madura, cuyo destino es de su entera responsabilidad. Sin duda, su primer medio siglo de existencia hasta alcanzar la definitiva organización institucional fue sangriento. Siguieron casi tres cuartos de siglo de una república bien ordenada, socialmente desigual y económicamente pujante, que concluyeron con la irrupción devastadora del fundamentalismo historicista y teocrático.
El medio siglo siguiente fue escenario de la lucha caótica entre sí de corrientes ideológicas fundamentalistas de variado signo, pero con la misma voluntad de completo dominio del poder, algo que en la actualidad los teóricos populistas nos presentan irrazonablemente como el paradigma de lo político. El último cuarto de siglo que estamos viviendo, el de la recuperación de la democracia defectiva en la que todos los ciudadanos estamos insertos, debería ser el de la edad madura de la República. Toda persona que ha sufrido los distintos avatares de la vida y alcanza su madurez emocional y racional ha tenido que dejar atrás partes de su vida que ya no son más que penosos recuerdos. Si esta es una persona que nos es próxima, le aconsejaríamos con la misma máxima terapéutica que he utilizado para exhortar a mis conciudadanos: "¡Hay que dejar atrás esa historia!".
Fuente: lanacion.com
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