La ineficiencia del proceso de alimentación de los españoles es un fiel reflejo de su grado de insustentabilidad.
Un modelo que destruye la biodiversidad, que despilfarra bienes tan escasos como el agua o el suelo para producir alimentos y materias primas con un balance energético en muchos casos negativo y rentabilidades económicas muy bajas. Un modelo que no aporta rentas suficientes para los agricultores y que, basado en la destrucción de empleo como medio de alcanzar ciertos niveles de productividad, es causa del abandono continuado de la actividad agraria y del despoblamiento de las zonas rurales.El desarrollo territorial de la agricultura ecológica, los manejos agrarios que promociona, su asociación con los mercados locales, el consumo en fresco y en temporada, la hacen especialmente idónea para promover un sistema agroalimentario más sostenible.
Crece el convencimiento entre los especialistas en nutrición y salud de que la alimentación que realizamos los españoles dista de ser la ideal. Tanto por lo que comemos como por lo que hacemos para comer, la alimentación se ha convertido en una de las causas más importantes de insustentabilidad, tanto ambiental como social(1). La agricultura ecológica, por las razones que expondremos a continuación, se está configurando como una alternativa no sólo buena para la salud, sino también para el medio ambiente y el desarrollo de terceros países. Se suelen distinguir tres dimensiones de la sustentabilidad que podemos aplicar a la alimentación y al sistema que la sostiene, el sistema agroalimentario: que sea ambientalmente sana, que sea socialmente justa y económicamente viable. La agricultura ecológica reúne en bastante medida las tres dimensiones, de tal manera que se convertirá en la base de la alimentación del futuro.
Una dieta poco saludable con impactos negativos sobre el medio ambiente
Los hábitos dietéticos de los españoles se han ido alejando cada vez más de la dieta mediterránea. España consumía en 2001-3 una media diaria per capita de 3 405 kcal. brutas, habiéndose incrementado en un 27,4 % desde los años sesenta (Schmidhuber, 2006). Una dieta que ha supuesto el abandono de los buenos hábitos mediterráneos (Alexandratos, 2006) y la adquisición de otros que son responsables de que 41% de la población tenga sobrepeso (Schmidhuber, 2006, 5). La base de la dieta tradicional, los hidratos de carbono, han perdido peso en beneficio de las grasas. En los años sesenta la ingesta de hidratos de carbono estaba dentro de las recomendaciones de la OMS, esto entre el 55 y el 75% de las calorías. Sin embargo, la comida no contiene en la actualidad la cantidad suficiente (54,9%) y el ritmo de la disminución es preocupante. En contrapartida, el consumo de grasas ha aumentado de una manera considerable. En los años sesenta estaba también dentro de lo recomendado por el organismo internacional (entre el 15 y el 30% de las calorías ingeridas), pero en la actualidad supera el 40%, siendo España el país europeo en que más rápidamente ha crecido ese porcentaje. Las grasas pasaron de 72 gramos por persona y día a 154 (Schmidhuber, 2006, 19). La carne, la leche y los demás derivados lácteos son los principales responsables directos de ese aumento, pero no los únicos. El consumo de grasas "ocultas" (entre ellas las grasas "trans") se ha disparado también con las patatas fritas, la bollería y repostería industriales, originando de paso serios problemas de salud. El consumo de carne se ha cuadruplicado sobradamente, desde los 25 kg por persona y año de la década de los sesenta a los 118 actuales, siendo la carne de cerdo la que más ha crecido (de 8 a 65 kg por persona y año). El consumo de leche pasó de 87 a 170 gr persona y día y el de huevos de 9,4 a 14,2. También creció el consumo de aceite de oliva, este aspecto claro está positivo, pasando de 8,2 a 11,7 kg anuales.
Esta manera de alimentarse es, a su vez, causa del vertido masivo de sustancias contaminantes tanto en el suelo, el aire, los cursos de agua como en los propios alimentos. Efectivamente, la composición de los alimentos varía en función de las técnicas de cultivo y cría animal empleadas (variedad, raza, sistema de fertilización, sistema de riego, etc.) y de los cambios sufridos en el proceso de elaboración. Por ejemplo, las malas prácticas en el abonado -tan frecuentes en la actualidad- alteran la calidad de los alimentos aumentando, por ejemplo, el contenido en nitratos, disminuyendo el contenido en oligoelementos, reduciendo los contenidos en materia seca y, por tanto, el tiempo de conservación y resistencia al parasitismo, incluso disminuyendo el contenido en vitamina C, carotenos (provitamina A) o zinc (Raigón, 2007, 66).
Pero quizá la amenaza más significativa de los alimentos convencionales venga del uso generalizado de productos fitosanitarios, que ha elevado las posibilidades de encontrar residuos en los alimentos. Estos residuos suponen un riesgo considerable para la salud de los consumidores. Pueden causar enfermedades agudas, subcrónicas o crónicas, se las relaciona con patologías cancerígenas, mutágenas, teratogénicas o alteraciones de la reproducción, alteraciones del sistema inmunitario, endocrino, renal y hepático, neurotóxicas, potenciación de y por efectos de otros tóxicos y otros efectos retardados (Raigón, 2007,68). Algo similar puede decirse del uso de sustancias como hormonas, antibióticos y piensos cárnicos en la ganadería. Éstas se relacionan, además, con escándalos alimentarios tan conocidos como el mal de las vacas locas, la crisis de los pollos con dioxinas, etc. A todo ellos hay que añadir el empleo de más de mil aditivos para la manipulación, transformación y conservación de los alimentos que suelen ir parar a nuestro organismo. Muchos de estos aditivos pueden producir también efectos adversos para la salud (Raigón, 2007, 55 y ss).
La manera en que se alimentan los españoles y españolas ha experimentado, pues, cambios muy significativos que son una de las principales causas de insustentabilidad, no sólo en lo que atañe a la salud humana sino también a la salud de los ecosistemas y al stock de los recursos naturales, no sólo a los españoles sino también a los de terceros países (UNEP, 2010). Han aparecido nuevos y cada vez más costosos procesos entre la producción y el consumo. En la alimentación intervienen ahora nuevos y más sofisticados "artefactos" movidos por gas o electricidad que han incrementado su coste energético. La transformación agroalimentaria y la distribución tienen ahora un protagonismo inédito. El mercado alimentario se ha vuelto global, por el que circulan productos alimenticios con un alto consumo incorporado de energía y materiales (transporte, procesado, logística, etc.). Cada alimento que hoy encontramos en nuestra mesa esconde tras de sí un historia prolija, en la que se multiplican consumos de energía y materiales, emisiones o desequilibradas formas de intercambio económico, convirtiendo la alimentación en un proceso repleto de cargas ambientales. Las Naciones Unidas, en un informe recién publicado reconocen que la agricultura y el consumo de combustibles fósiles son las dos principales fuentes de insustentabilidad del planeta (UNEP, 2010, 3).
Para que los españoles podamos ingerir más de tres mil calorías diarias, son necesarias 109 millones de toneladas de biomasa animal y vegetal o lo que es igual: 2,43 tm/persona/año o 6,65 kg/persona/día. Nuestro país dispone de 42,16 millones de ha de superficie agraria útil para la producción de biomasa de las cuales solo el 41% son tierras cultivadas (MARM, 2010). Pero, aunque se ha multiplicado significativamente la productividad de la tierra, la superficie cultivada se ha reducido paradójicamente y la producción doméstica es incapaz de atender a la demanda interna. Tras despoblar nuestros campos, convertir a la agricultura en un sector subsidiado y desprestigiar la vida rural, nuestras exigencias alimentarias no pueden ser soportadas por nuestros propios agroecosistemas. Éstas sólo pueden ser satisfechas recurriendo al mercado internacional. Es la salida lógica de unas pautas de consumo alimentario que tienen un alto coste territorial: para producir un kg de vegetales se requieren 1,7 m2 de superficie mientras que para producir un kg de carne es preciso ocupar unos 7 m2 (Carpintero, 2006, 41).
Durante la última década España ha exportado 20 millones de t de alimentos, más de la mitad de las cuales son productos hortofrutícolas, siendo esta la principal especialización de la agricultura española. Una especialización que tiene un fuerte impacto socioecológico. Basta con echar un vistazo a los cultivos forzados bajo plástico para convencerse de ello (Delgado y Aragón, 2006). En cambio, ha debido importar casi 31 millones de t, arrojando un déficit de más de 10 millones de t. En el trienio de 1995-97 la balanza comercial arrojaba un saldo negativo de 7,6 millones de t. En el último bienio, de 2007-08, este había ascendido un 40% (hasta 11,3 millones de t). Sólo los requerimientos de cereales, semillas y piensos igualan el total de las exportaciones. El grueso de esas importaciones está destinado a alimentar a la cabaña ganadera o ser procesadas por la industria agroalimentaria. De los 4,7 millones de t de piensos importados en 2008 3,5 millones de t venían de Argentina. Ese mismo año llegaron 3,2 millones de t de maíz de Argentina y Brasil.
La alimentación española, como la de los países ricos o desarrollados, requiere pues dedicar vastas superficies a la producción de granos y forraje en países periféricos para multiplicar una cabaña ganadera que satisfaga la alta demanda de carnes y productos lácteos(2). De esta manera se entiende que ideas como "intercambio ecológico desigual" (Hornborg, 1998) o “deuda ecológica” (Martínez-Alier y Oliveres, 2003) hayan proliferado en el debate político y académico.
Witzke y Noleppa (2010, 14) han estimado la cantidad de "tierra agrícola virtual" (virtual agricultural land) que los europeos (UE-27) importamos. Los datos son contundentes: la UE-27 exporta alrededor de 14,10 millones de ha mientras que sólo la soja supone una importación de 19,2 millones. En total, el déficit asciende a 35 millones de ha. Más o menos la superficie de Alemania. España obviamente participa de esta realidad. Se puede demostrar fácilmente a partir de las importaciones de soja y maíz llegadas desde Brasil. En el trienio comprendido entre 2006 y 2008, se importaron más de 2 millones de t de soja y más de 1,5 millones de t de maíz, equivalente a una superficie de casi 1,2 millones de ha. Esto es, sólo para sustituir el maíz y la soja llegados desde Brasil, España debería dedicar a su cultivo una superficie mayor que las regiones de Murcia o Navarra. Obviamente, a costa de otros cultivos o aprovechamientos.
Un sistema agroalimentario insostenible
Pero la insustentabilidad nace en el seno mismo de nuestro sistema agroalimentario, esto es, de todos aquellos procesos que han de realizarse desde que se cultiva un producto agrario hasta que lo consumimos en la mesa. Según un trabajo que se publicará próximamente (Infante y González de Molina, 2010), el manejo que se dispensa a nuestros agroecosistemas provoca gastos energéticos elevados en gasóleos y electricidad y, sobre todo, en la elaboración y transporte de los inputs que la producción agrícola y ganadera necesita. La flota de tractores o las bombas de riego tienen unos importantes requerimientos de combustibles y electricidad. Pero no sólo eso. Un elemento fundamental de los sistemas agrarios industriales es la reposición artificial de nutrientes con fuentes inorgánicas ajenas a la finca. El nitrógeno es el macronutriente más consumido en nuestro país y la única fórmula de obtenerlo químicamente es mediante la síntesis de amonio en un proceso que requiere altos niveles de presión y grandes temperaturas. Su coste energético representa una media del 40% del total de la producción agrícola en algunos países desarrollados y hasta del 70% en los que están en vías de desarrollo (IDAE, 2007). La aplicación del mismo comporta, en España, casi 100 millones de GJ según nuestros cálculos. O lo que es lo mismo: casi una cuarta parte de los consumos del sector agrario y más del 7% del gasto energético total del sistema agroalimentario.
El otro rasgo sobresaliente del sector agrario español es, según hemos visto ya, su completa dependencia de los granos llegados de ultramar. Argentina, Brasil o los EEUU, entre otros muchos países, envían a nuestro país casi de 20 millones de t que se utilizan principalmente para la alimentación del ganado(3) . Se mantiene así la ganadería intensiva, una de las principales fuentes de insustentabilidad, haciendo posible la producción masiva de carnes y productos lácteos. El contenido energético de dichos granos representa otra cuarta parte de los consumos energéticos del sector agrario. Ello sin tener en cuenta los costes energéticos que su transporte, conservación eventual envasado de unos productos que recorren medio mundo.
Pero, la alimentación de los españoles exige el empleo de una cantidad muy relevante de energía, en su gran mayoría proveniente de combustibles fósiles que se emplean fuera del sector agrario. El enorme trasiego derivado de la circulación por todo el país de productos agroalimentarios, es responsable del 17,43% de la energía primaria consumida por el sistema agroalimentario en su conjunto, esto es, 245 millones de GJ. La mayoría corresponde al transporte por carretera, tanto por el transporte industrial y comercial como por el realizado por los ciudadanos cuando se desplazan a las grandes superficies.
Otros procesos involucrados en la alimentación humana tienen unos consumos energéticos también elevados: envasado, conservación, venta y preparación de los alimentos. En todos y cada uno de estos procesos se multiplica el consumo de unos recursos que, además de encarecer los productos finales, están en el origen de otros tantos problemas medioambientales, como el agotamiento de recursos escasos, el cambio climático o la acidificación. Las largas distancias recorridas por los alimentos y la amplia duración del proceso de distribución y comercialización obligan a mantenerlos en buen estado de conservación. Esta necesidad, junto con la de cuidar la apariencia del producto, en nuestra cultura incluso más importante que sus propiedades naturales, obliga a la utilización masiva de envases y embalajes. En España se vienen consumiendo, sólo para usos agroalimentarios, más de dos millones de t de vidrio, más de 1,5 millones de t de plásticos y más de 150 mil t de preparados de cartón o papel (Infante y González de Molina, 2010, anexo metodológico). Al margen de los impactos ambientales derivados de la utilización de estos productos, en muchos casos altamente contaminantes, el consumo energético que suponen no es mucho menor que el contenido calórico de los alimentos que contienen.
A su vez, la industria agroalimentaria consume casi un 10% de los requerimientos de energía primaria del sistema agroalimentario. Prácticamente la misma cifra que demandan los puntos de venta (tanto establecimientos comerciales como los vinculados a la hostelería). En comparación con esas cifras, los hogares consumen poco menos que la industria y la actividad comercial juntas. El cocinado y la conservación de alimentos son procesos altamente demandantes de energía. Un hecho condicionado por un tipo de alimentación que prima productos fuera de temporada, con altas necesidades de conservación y una dieta cárnica que multiplica la necesidad energética para su cocinado. Sólo los electrodomésticos vinculados con la acción de alimentarnos consumen más de la mitad de la energía que la que los propios alimentos consumidos nos proporcionan (140 millones de GJ frente a 235).
Si incorporamos el resto de actividades necesarias para poner los alimentos en la mesa de cada hogar comprobamos que el sector agrario sólo es responsable de poco más de un tercio del consumo total de energía primaria del sistema agroalimentario español. El transporte de los alimentos, su procesamiento industrial, su embalaje, su venta, su conservación y su consumo, alcanzan el 66% restante. En total, necesitamos más de 1400 Petajulios para satisfacer el metabolismo endosomático de los españoles, en tanto que la energía contenida en los alimentos consumidos apenas alcanza los 235 (Infante y González de Molina, 2010). Esto es, por cada unidad energética consumida en forma de alimento se han gastado en su producción, distribución, transporte y preparación 6 según estimaciones prudentes. La ineficiencia del proceso de alimentación de los españoles es un fiel reflejo de su grado de insustentabilidad.
Un modelo que destruye la biodiversidad, que despilfarra bienes tan escasos como el agua o el suelo para producir alimentos y materias primas con un balance energético en muchos casos negativo y rentabilidades económicas muy bajas. Un modelo que no aporta rentas suficientes para los agricultores (salvo para los grandes), a los que obliga además a un uso cada vez más intensivo de los recursos naturales en una espiral que los condena a la degradación. Un modelo que, basado en la destrucción de empleo como medio de alcanzar ciertos niveles de productividad, es causa del abandono continuado de la actividad agraria y del despoblamiento de las zonas rurales. Un modelo que no remunera más que parcialmente el trabajo de los agricultores, cuyas rentas decrecen de manera continuada. Los agricultores perciben cada vez menos por el producto y cada vez son menos los que pueden vivir de la agricultura. Un modelo insostenible que no asegura el desempeño de las funciones ecológicas vitales para la sostenibilidad que tienen los agroecosistemas.
La agricultura ecológica, la base de una dieta saludable
La alimentación ecológica puede convertirse en la base de una alimentación sana y nutritiva. Los alimentos ecológicos suelen estar libres de sustancias contaminantes como los fitosanitarios y muchos de los aditivos usados para la preparación, manipulación y conservación de los alimentos. El Reglamento 834/20007 y su antecesor, el 2092/1991 definen la producción ecológica como aquellas que no utiliza en la producción y transformación de alimentos productos químicos de síntesis. Por esa razón, los alimentos ecológicos están libres de sustancias que pueden ser perjudiciales para la salud.
Los estudios disponibles sobre las características de los productos ecológicos destacan, además, sus cualidades nutricionales. Habitualmente este aspecto se plantea en términos comparativos con la producción convencional, es decir, si los alimentos ecológicos son más nutritivos que los convencionales. No existen estudios con la suficiente profundidad temporal y amplitud respecto a los productos analizados como para firmar rotundamente que los alimentos ecológicos son más nutritivos que los convencionales. Sin embargo, los estudios disponibles apuntan en esa dirección. Efectivamente, en un informe reciente (Benbrook et al., 2008) que revisa toda la literatura disponible, se llega a la conclusión de que los alimentos ecológicos de origen vegetal son, en promedio, más nutritivos que los convencionales. En ese trabajo se han revisado todos los estudios habidos hasta 2007 y se han considerado únicamente aquellos trabajos que permiten una comparación rigurosa con los convencionales. Con esta selección los autores han podido realizar una valoración comparativa de 11 nutrientes. En el 61% de los casos, los alimentos ecológicos fueron más nutritivos que los convencionales y en el 37% ocurrió lo contrario; en el 2 % restante no hubo diferencias. Los alimentos ecológicos tienen mayor riqueza en polifenoles y antioxidantes que los convencionales en un 75% de los casos. Se considera, en ese sentido, que un aumento del consumo de estos nutrientes es bueno, habida cuenta de que la ingesta media de estas sustancias está por debajo de la mitad de de los niveles recomendados. Los alimentos ecológicos tenían, además, cantidades superiores al 10% respecto de los convencionales en cinco nutrientes significativos. En la misma dirección van las evidencias recogidas por Raigón (2007) para el caso de España. Además la agricultura ecológica está asociada en la actualidad a tipos de dietas más equilibradas, con una presencia mayor de los hidratos de carbono y menor de grasas, más frutas y verduras y menos carnes y productos lácteos.
El desarrollo territorial de la agricultura ecológica, los manejos agrarios que promociona, su asociación con los mercados locales, el consumo en fresco y en temporada, la hacen especialmente idónea para promover un sistema agroalimentario más sostenible. La preferencia por la agricultura ecológica se funda en razones de oportunidad pero también en razones inherentes a este método de producción. A priori es el método de producción que más cerca se encuentra de la sustentabilidad agraria en Europa (González de Molina, Alonso y Guzmán, 2007). En los últimos años ha venido experimentando un crecimiento, que podemos calificar de espectacular, hasta convertirse en una alternativa real al modelo de producción convencional. Según los datos publicados por el Ministerio de Medio Ambiente, Medio Rural y Marino, correspondientes a 31 de Diciembre de 2009 (MARM, 2010), España ha afianzado su liderazgo en Europa en cuanto a superficie inscrita en organismos de control dedicados a supervisar la agricultura y ganadería ecológicas.
Por otro lado, el consumo de productos ecológicos está creciendo a tasas anuales próximas al diez por ciento en los principales países miembros, según el informe recientemente publicado por la Comisión Europea (EU-DGARD, 2010, 41). Según éste, la venta de productos ecológicos representaba en 2007 un porcentaje del 1,9% del consumo alimentario de las familias de la Unión, lo que significa un volumen de negocio de 14.381 millones de euros o casi 36 ? per capita invertidos en su adquisición. El consumo en España es aún muy bajo, según las estimaciones más realistas apenas alcanza el 0,6% del consumo agroalimentario agregado y un valor en torno a los 600 millones de euros para 2008 (MARM, 2009), pero viene creciendo también a un ritmo firme y, sobre todo, ha desbordado el segmento de consumidores "fuertemente ideologizados" donde estaba recluido hasta ahora. Nuevos consumidores, comprometidos con su salud pero también con el medio ambiente se han sumado a los tradicionales. La demanda interior en expansión y el sólido crecimiento de la europea, hacen albergar expectativas razonables de que el crecimiento de la superficie inscrita se mantenga en el futuro. Ello pese a la retirada del apoyo público que ha experimentado en algunas comunidades autónomas como Andalucía, que fue un referente exitoso de respaldo institucional.
La agricultura ecológica, base de un sistema agroalimentario sustentable
Consumir productos ecológicos es además un acto de consumo responsable que permite mantener conservar los ecosistemas, los servicios ambientales imprescindibles y mitigar el cambio climático. Los estudios disponibles hablan de que la producción ecológica reduce las emisiones de dióxido de carbono entre un 40% y un 60% con la transformación de convencional a ecológico, dependiendo de la orientación productiva, debido a la no utilización de fertilizantes nitrogenados y plaguicidas químicos, y el bajo uso de fertilizantes potásicos y fosfóricos y alimentos concentrados (Alonso y Guzmán, 2004; Stolze et al., 2000; una revisión en Aguilera et al. 2010a). En un estudio reciente sobre el impacto del olivar ecológico en el calentamiento global (Aguilera et al., 2010b) se demuestra que el olivar ecológico tiene unos niveles muy bajos de emisiones por unidad de superficie, gracias al ahorro de insumos de origen no renovable y al secuestro de carbono logrado mediante el empleo de cubiertas vegetales y enmiendas orgánicas. A ello hay que añadir los ahorros que se podrían conseguir con la producción en finca de biocombustibles (bioetanol, por ejemplo, compatible con la mayoría de las tecnologías mecánicas) y la introducción de energía solar fotovoltaica para la elevación de aguas de riego. Los trabajos realizados sobre agricultura ecológica coinciden en que este método de producción, si se práctica adecuadamente, evita la contaminación de origen agrícola (elimina el uso de fertilizantes y pesticidas de síntesis y gestiona más adecuadamente el agua). En algunas comarcas alemanas la agricultura ecológica se ha propuesto como la manera idónea de preservar las zonas vulnerables a la contaminación por nitratos. Evita enfermedades, también, vinculadas al uso y manipulación de plaguicidas, sobre toda la población y también sobre los productores de forma específica. En la Memoria del II Plan Andaluz de Agricultura Ecológica (CAP, 2007) se recoge un cálculo realizado sobre la superficie inscrita a mediados de ese año, unas 600 000 ha, de la cantidad de productos químicos que gracias a la conversión de esa superficie se había dejado de verter a los agroecosistemas. Los resultados son elocuentes: se dejaron de utilizar 134 259 t de fertilizantes químicos, de los cuales 84 709 t correspondían a fertilizantes nitrogenados, 4362 t de plaguicidas químicos, 1125 t de fungicidas, 1039 t de herbicidas y 811 t de insecticidas. La agricultura ecológica mantiene, además, la biodiversidad genética del sistema agrario y de su entorno, incluyendo la protección de los hábitats de plantas y animales silvestres.
El desarrollo tan impresionante que ha experimentado la agricultura ecológica en nuestro país se debe en buena medida a la crisis en la que ha entrado el sector agrario, sobre todo aquellos agroecosistemas del interior peninsular que tienen dificultades para competir con la producción intensiva, con la producción bajo plástico o la ganadería también intensiva, en régimen de estabulación. La agricultura ecológica se ha convertido en una alternativa rentable para los agricultores que tienen sus explotaciones enclavadas en estos territorios y que de no ser por ella y las oportunidades de mercado y mayores subvenciones que comporta, probablemente hubieran abandonado la actividad. Esto es especialmente evidente en la ganadería extensiva y buena parte de los cultivos tradicionales del secano español, tanto herbáceos como leñosos.
Pero, paradójicamente, la agricultura ecológica se está convirtiendo también en una alternativa viable para el mantenimiento de las cuotas de mercado (o para abrir otros nuevos) de la producción intensiva. Los escándalos alimentarios, los frecuentes episodios de contaminación de alimentos con sustancias prohibidas o con dosis de residuos superiores a los permitidos, junto con el deseo de la distribución de recibir producto libre de residuos, está impulsando la AE en un sector en el que apenas tenía desarrollo, en el de la producción intensiva y en especial en la fruticultura protegida y la agricultura bajo plástico.
El secreto de esta expansión sin precedentes de la agricultura ecológica se encuentra, al margen de la mejora en la competitividad que supone el sello ecológico, en que en términos generales resulta ser más rentable que la agricultura convencional en las mismas condiciones de suelo, clima y cultivo. En términos comparativos, el valor de la producción agrícola ecológica fue para 2005 --año para el que se dispone de un completo estudio de las cuentas de la producción ecológica para Andalucía-- es un 35% superior al convencional y un 10% superior en el caso de la ganadería (Soler, Pérez y Molero, 2009). Las mayores diferencias se producen precisamente en aquellos cultivos que mayor valor agregado proporcionan: hortalizas, cítricos, subtropicales y frutas en general.
Aunque carecemos de estudios de conjunto, el II PAAE constataba que en Andalucía al menos, la práctica de la agricultura ecológica estaba produciendo un rejuvenecimiento del sector agrario, ya que la edad de los productores ecológicos era inferior a la media. Del mismo modo, la incorporación de la mujer a la explotación a título principal era mayor que la media del conjunto del sector. Tampoco hay estudios sobre el impacto que la agricultura ecológica está teniendo sobre el desarrollo rural, más allá del incremento de la renta agraria que parece propiciar. En otros países como Italia y en algunas comarcas de Andalucía, la agricultura ecológica parece complementarse muy bien y constituye un motivo de estímulo para el turismo rural y, por tato, para la diversificación de actividades económicas en el medio rural. Un estudio reciente sostiene que la agricultura ecológica está permitiendo la generación de impactos socioeconómicos positivos en el marco del desarrollo rural europeo (Ploeg et al., 2002), añadiendo a la generación de renta y empleos adicionales respecto a la agricultura convencional (Offerman y Nieberg, 2000). Un reciente informe de la Comisión Europea confirma estos extremos (EU-DGARD, 2010).
Efectivamente, este es un dato crucial en la actual situación de crisis económica y altos niveles de desempleo. Tanto el trabajo sobre las cuentas económicas del sector agrario como los trabajos realizados sobre el empleo ambiental en España, parecen mostrar que la agricultura ecológica genera empleo en mayor medida (un 20% más) que la agricultura convencional, basada en el estímulo de la productividad del trabajo y, por tanto, en la destrucción del empleo agrícola y en una menor dedicación al sector (aumento del trabajo a tiempo parcial). Según un estudio elaborado por el Observatorio de la Sostenibilidad en España y la Fundación Biodiversidad, el sector de la agricultura ecológica generaba en 2008 empleo para 49.867 personas, un 0,25% de la población ocupada en todos los sectores económicos del país (OSE-FB, 2010, 87 y ss.). En cualquier caso, la alternativa el crecimiento del empleo en la agricultura y en la ganadería ecológicas está asegurado, toda vez que la productividad del trabajo no tiene el mismo significado que en la producción convencional y sobre todo, porque el modelo de agricultura ecológica no mantiene la relación directa que aún tiene la agricultura convencional entre el volumen de la renta agraria, los umbrales de rentabilidad de la explotación, la productividad del trabajo y la destrucción de empleo.
La producción ecológica, además, es el centro de algunas estrategias que se articulan en torno a circuitos o canales cortos de comercialización, que ofrecen variedades tradicionales más adaptadas a los gustos locales y están significando una recuperación del consumo de temporada (González de Molina, 2009). Efectivamente, una parte aún difícil de cuantificar, del aumento experimentado por el consumo de productos ecológicos se debe al auge de canales cortos de comercialización, esto es, al auge de formas de venta que implican contacto directo entre productor y consumidor y a la creciente presencia de los productos ecológicos en mercados locales. En los últimos años han crecido en número y afiliación las asociaciones de productores y consumidores, de cooperativas de consumo en torno a grupos de productores, las tiendas minoristas o el reparto domiciliario de alimentos frescos e incluso transformados, o el suministro local de centros educativos y sanitarios(4) . Sería conveniente evaluar el impacto positivo que los canales cortos están teniendo en la configuración de un sistema agroalimentario alternativo, mucho menos costoso energéticamente pero más saludable desde el punto de vista ambiental y de la salud humana. También debería evaluarse el beneficio que este tipo de canales supone tanto para el agricultor en términos de renta como del consumidor en términos de precio final, pero parece claro que los experimentos de consumo directo suponen precios finales más bajos y beneficios mayores y más seguros para los productores (Memoria del II PAEE, CAP, 2007).
No obstante, una apuesta por la sustentabilidad agraria exige una drástica reducción de la actividad ganadera intensiva (por cierto con problemas cada vez más grandes de rentabilidad), que sólo será posible con una cambio de la regulaciones del mercado agroalimentario y de las políticas públicas que favorecen el consumo de carne y productos lácteos. La ganadería extensiva, especialmente la ecológica, puede sostener sólo en parte la demanda de alimentos provenientes de la ganadería, por lo que el cambio de las pautas de consumo hacia una dieta más vegetariana resulta en este aspecto aconsejable (Erb et al, 2009; Duthil y Kramer, 2000; Jones y Crane, 2009; Kramer, 1996). Este cambio no está aconsejado sólo por las posibilidades de los agroecosistemas españoles de alimentar de manera sostenible una cabaña ganadera mucho menor y de disminuir el consumo de energía del sistema agroalimentarios en su conjunto, sino también por criterios de equidad social y de redistribución de la riqueza a escala mundial, reduciendo la enormes importaciones de granos que España realiza para mantener su cabaña ganadera y que significan la retirada de una elevada cantidad de tierra de la alimentación humana, perjudicando a países pobres que tienen graves problemas de seguridad alimentaria. En definitiva, la producción ecológica proporciona hoy la base para un alimentación sana y nutritiva y para la configuración de un sistema agroalimentario sostenible.
La manera en que se alimentan los españoles y españolas ha experimentado, pues, cambios muy significativos que son una de las principales causas de insustentabilidad, no sólo en lo que atañe a la salud humana sino también a la salud de los ecosistemas y al stock de los recursos naturales, no sólo a los españoles sino también a los de terceros países
Fuente: econoticias.com
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