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por JAMES NEILSON
Había una vez en que ser progresista era relativamente sencillo.
Bastaba con oponerse a las tiranías, la persecución religiosa, la censura, la discriminación racial y otros males propios de épocas que, en algunas partes del mundo por lo menos, pronto se verían superadas. Pero entonces todo se hizo más complicado. Aunque algunas sociedades, en especial la británica, la francesa y la norteamericana, avanzaban con rapidez hacia las metas fijadas por los progresistas decimonónicos, transformándose en democracias tolerantes, muchos encontraron decepcionantes los resultados del cambio.
Herederos de una tradición de disenso, se concentraron en criticar, con vehemencia digna de antecesores como Voltaire, las lacras que aún quedaban. La búsqueda de nuevos motivos para quejarse llevaría a contingentes nutridos de progresistas a hacer causa común con los enemigos jurados de todo cuanto decían odiar. Tentados por lo de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo, terminaron solidarizándose con genocidas como Stalin, clérigos musulmanes que, entre otras cosas, reclamaban la pena capital para disidentes religiosos y homosexuales, y terroristas de mentalidad fascista. Al fin y al cabo, los eventuales "errores" de tales sujetos no obstante, por lo menos representaban una alternativa a la insoportable realidad del Occidente aburguesado, comercializado y, para colmo de males, capitalista.
La noción de que en algún lugar se dé una alternativa que sea radicalmente distinta e indiscutiblemente mejor al miserable statu quo cotidiano está en la raíz de la hostilidad hacia el capitalismo liberal que sienten intelectuales progresistas enamorados de su propia rectitud. Fue por eso que se indignaron cuando el pensador norteamericano Francis Fukuyama afirmó que nunca habría un "modelo" superior al supuesto por la democracia capitalista y que por lo tanto la Historia, en un sentido hegeliano, se acercaba a su fin. Aunque hasta ahora nadie ha conseguido decirnos cómo sería la añorada alternativa superadora al esquema banal reivindicado por Fukuyama, muchos progresistas se aferran a la idea de que debería existir porque sin ella sus diatribas rabiosas contra el mundo –mejor dicho, contra el Occidente– tal y como es carecerían por completo de racionalidad.
En América Latina, el blanco predilecto de la ira de los buscadores de la utopía posdemocrática y poscapitalista no es Fukuyama sino el novelista y ensayista peruano Mario Vargas Llosa. Como buen intelectual, le correspondía respetar los códigos de la cofradía progre pero, luego de haberlo hecho por algunos años, rompió filas, negándose a discriminar entre dictadores buenos como Fidel y malos como Pinochet –ni siquiera sus admiradores lo llamaban "Augusto" a secas– y, peor todavía, dando a entender que en su opinión el orden económico capitalista imperante en países como Suecia era preferible a los ensayados en otras latitudes.
De más está decir que, para los cultores del pensamiento único criollo, tales actitudes hacen de Vargas Llosa un ultraconservador cavernario, vocero impúdico de los pulpos multinacionales más nefastos y de la sinarquía financiera esclavista que está destruyendo al planeta. El conocido literato y pensador progresista Aníbal Fernández habló en nombre de muchos al calificarlo de hombre de "la derecha más reaccionaria" y "enemigo de los gobiernos populares y, particularmente, del argentino". Fue de prever, pues, que al invitarlo a inaugurar la Feria del Libro, los organizadores desatarían una serie de polémicas rencorosas.
Pues bien: ¿es Vargas Llosa más "derechista", más "reaccionario", que Fernández, la presidenta Cristina, los intelectuales orgánicos del kirchnerismo y la multitud de progres locales que en términos generales comparten su punto de vista? Lo sería si fuera progresista procurar consolidar el sistema corporativista y clientelista que rige en la Argentina, impulsar el "capitalismo de los amigos" intrínsecamente corrupto, el nepotismo y el desdén por aquella obsesión liberal que es la seguridad jurídica, además de subrayar la diferencia entre crímenes de lesa humanidad perpetrados por derechistas y los esporádicos lapsos, los más comprensibles y en última instancia justificados, atribuidos a regímenes izquierdistas. En tal caso, no cabría duda alguna de que Vargas Llosa es culpable de difundir pensamientos inaceptables.
Pero si por progreso uno quiere decir cosas como la ampliación constante de la libertad de todos, de la tolerancia mutua, el mejoramiento del desempeño de las instituciones públicas, esfuerzos para que cada vez más personas puedan disfrutar de los beneficios materiales y culturales posibilitados por el crecimiento económico, medidas destinadas a reducir drásticamente la proporción de pobres e indigentes, además de combatir en serio la corrupción, los resueltos a defender el orden actual contra cualquiera que se atreva a criticarlo son llamativamente más reaccionarios que el escritor peruano.
Para políticos de mentalidad conservadora como Aníbal Fernández, Cristina de Kirchner y muchos otros, el apoyo que les brinda una parte sustancial del establishment progresista es muy importante. Sirve para legitimar la forma en que lograron reconciliarse con la ciudadanía luego de la fase ingrata de "que se vayan todos". Por más de un año, la mayoría parecía creer que la serie de calamidades económicas que habían hecho de la Argentina supuestamente rica por antonomasia uno de los países más pobres de la diáspora europea fue culpa exclusiva de una clase política venal y crónicamente inepta, pero los así denostados contraatacaron con éxito informándole que los auténticos culpables del desastre eran los "neoliberales" que, con astucia satánica, se las habían ingeniado para vender sus doctrinas foráneas a Carlos Menem y otros malhechores. Algunos fueron más lejos, insistieron en que el fracaso fue del capitalismo como tal, no de la idiosincrática y pésimamente manejada variante nacional. Dicho de otro modo, por haber sido la debacle consecuencia de una siniestra conjura extranjera, era deber de todo argentino bien nacido solidarizarse con sus dirigentes injustamente denostados oponiéndose a la vil herejía "neoliberal".
Merced en buena medida al crecimiento macroeconómico que se vio facilitado por una coyuntura internacional sumamente favorable a un país agroexportador, los políticos populistas, encabezados por Néstor Kichner, lograron lo que se habían propuesto. Con alivio, los representantes de los distintos "sectores" corporativistas coincidieron en que no les sería necesario intentar llevar a cabo la reformas estructurales que recomendaban gobiernos de los países ya ricos porque el orden tradicional argentino era mejor que cualquier alternativa concebible.
¿Lo es? Aunque la tercera parte de la población que sigue hundida en la pobreza tiene motivos para discrepar, hasta ahora el conservadurismo tenaz que siempre la ha caracterizado ha servido para afianzar el "modelo" que la priva de la posibilidad de un futuro un tanto mejor. De continuar cobrando fuerza la inflación, los condenados a la pobreza podrían perder fe en las bondades del "proyecto" de Cristina, pero aun así sorprendería que comenzaran a sentir entusiasmo por el único sistema económico, el capitalista liberal, que andando el tiempo les permitiría gozar de un nivel de vida equiparable con el del grueso de los norteamericanos, europeos, australianos y japoneses.
Fuente: rionegro.com.ar
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