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Por Joaquín Morales Solá
El autor analiza los últimos conflictos sociales. Descarta las confabulaciones que se denuncian y responsabiliza al Gobierno por inoperancia y complacencia.
La Argentina tendrá su revolución, quizá, pero no será clasista ni cambiará el antiguo orden. Será una revolución extraña, en la que la lucha enfrentará sólo a los trabajadores más pobres con los excluidos del sistema.
Los tercerizados del ferrocarril contra los pasajeros de trenes; los ciudadanos de barrios pobres contra ocupantes ilegales de terrenos públicos; los empleados bancarios contra los desdichados jubilados, o los argentinos que viven en villas miseria contra extranjeros que también se instalan en esas islas de promiscuidad social. Los sectores sociales acomodados sufren los fragores de esa lucha, pero ésta no los involucra.
En ese combate nuevo y casi constante, el Estado es una sombra cada vez más imperceptible. Tal vez se deba al hecho de que Néstor Kirchner ya no está. La enorme concentración de poder que construyó alrededor de su propia persona está llevando a muchos a la convicción de que el Estado desapareció junto con él.
¿A qué se debería, si no, la manifiesta y sorpresiva indisciplina de ciudadanos pacíficos y de duros actores sociales? A veces son grupos políticos, es cierto, pero muchas veces son argentinos comunes y corrientes que no sienten ningún respeto hacia la representación del Estado. A jueces y policías les cuesta cada vez más imponer una noción, aunque sea efímera, de la autoridad estatal.
El Estado hace lo suyo para merecer la indiferencia social. El jueves, cuando se desató la furia en Constitución, la policía tardó más de media hora en llegar a un lugar donde la violencia crecía con el correr de los minutos. ¿El Gobierno no sabía que una línea de tren estaba parada desde hacía varias horas en el último día laborable antes de Navidad? ¿Desconocía que esos pasajeros llegaban al final del día padeciendo un calor de escarmiento?
Las vías estaban cortadas por un piquete de tercerizados, víctimas de un desigual sistema laboral. ¿Por qué no desactivó antes ese piquete, con los métodos que creyera convenientes, para normalizar el tránsito ferroviario? Nada se previno. Los funcionarios parecieron tan sorprendidos ante la borrasca de violencia como la gente de a pie. ¿Qué hacían los funcionarios del vasto espionaje oficial?
El piquete no es una novedad y hasta es posible que haya habido militantes del Partido Obrero. Los auténticos partidos de izquierda sienten ya un odio africano hacia el ambiguo kirchnerismo. La novedad estuvo en la furiosa reacción de los pasajeros varados. Iban a Quilmes o a Témperley, dos ciudades donde viven sacrificados trabajadores. Pasan gran parte de su día viajando en un sistema de transporte público directamente inhumano.
Hacinados siempre, viven con intensidad mientras viajan el calor del verano y el frío del invierno. La tensión y el malhumor son parte de su existencia. Si se leen los correos electrónicos de Manuel Vázquez, el ex asesor de Ricardo Jaime (responsable del transporte público durante gran parte del kirchnerismo), es fácil explicarse por qué la corrupción es la razón de una pésima calidad de vida de los ciudadanos.
Ese mismo día, los bancarios impidieron el movimiento de dinero en la sucursal del Banco Nación de Caballito, donde muchos jubilados, viejos y carenciados, esperaron durante horas, bajo un sol sin piedad, que llegaran los billetes demorados. El apriete del sindicato bancario fue tan grande que el Gobierno decidió, a última hora del jueves, declarar feriado el 24 de diciembre, contra lo que se había anunciado.
Miles de argentinos fueron perjudicados por esa decisión inesperada. Nuevas y peores formas de piquetes, con densa humareda o con alambres, cortaban la avenida 9 de Julio. Pequeños asentamientos de indigentes sucedían en muchos espacios públicos de la ciudad; ninguna negociación podía poner fin a la ocupación de Lugano. Un vasto temor era ya fácilmente perceptible en una mayoría social; el Estado no podía garantizar la tranquilidad pública.
El Gobierno se bamboleaba entre culpar a Eduardo Duhalde y Mauricio Macri, y acusar de una conspiración al Partido Obrero y al Movimiento Socialista de Trabajadores (MST). ¿El PO y Macri en un mismo complot? ¿El peronista Duhalde y el izquierdista Néstor Pitrola confabulando juntos?
El problema del oficialismo es que no acaba de construir la denuncia de una supuesta conspiración y ya está obligado a imaginar otra. Hay en el fondo, digan lo que digan, un profundo problema social en el país, una calidad de vida de bajísima intensidad para todos los argentinos y una inoperante gestión oficial para resolver cualquier problema.
El Gobierno tiene otro conflicto, además. Carece de autoridad moral para deshacer los piquetes. El oficialismo cuenta con su propia brigada de piqueteros amigos, que le sirven sólo a sus propósitos políticos. ¿Por qué el PO o el MST entenderían el argumento civilizado de su autodisolución cuando los piqueteros kirchneristas están autorizados a usar el espacio público en beneficio político del oficialismo?
¿Por qué esos piqueteros del poder pueden convertirse en fuerzas de choque dentro de zonas liberadas y no lo podrían hacer los piqueteros que se oponen al Gobierno? ¿Por qué Hugo Moyano puede bloquear empresas y acceder luego a Olivos, tan campante, mientras el PO tiene prohibido cerrar calles o vías ferroviarias sin cargar con la culpa de la desestabilización? La democracia es una forma de vida que incluye y compromete a todos.
Las cosas se ponen más confusas cuando se advierte que el Gobierno atraviesa una transición entre el kirchnerismo y el cristinismo. Son dos líneas distintas, aunque parezcan la misma. Sin embargo, el propio cristinismo no carece de contradicciones.
La más sobresaliente es la paradoja de convocar a los peronistas a abrirse a otras fuerzas e ideas y, al mismo tiempo, encerrar al Gobierno entre muy pocos de la muy estricta confianza de la Presidenta. Cristina Kirchner privilegia la disciplina prusiana mucho más que su marido, que entendía (aunque le costaba) que el peronismo nunca sería el peronismo sin algo de caos interno.
Al final, entre tanta renovación estética, Cristina terminó descansando más en Julio De Vido que en Héctor Timerman. De Vido es un peronista clásico, cuya mayor virtud es el conocimiento hasta psicológico de todos los Kirchner. De Vido es el que conversa con los empresarios (mucho más que lo que se conoce) y con Moyano, según la confesión pública del jefe cegetista. De Vido es el que le llama "buen chico" en público a Amado Boudou, su par en Economía, y es menos conflictivo que Aníbal Fernández.
Su problema irresuelto son las muchas denuncias de corrupción que acosan a su ministerio. De él dependían o dependen, aunque sea formalmente, Ricardo Jaime, Fulvio Madaro, Néstor Ulloa, Claudio Uberti, Daniel Cameron, José López, secretario de Obras Públicas, y, sobre todo, los casos de corrupción que tienen atrapados a éstos en la Justicia.
La Argentina tiene problemas con su presente y con su pasado. El ex dictador Jorge Rafael Videla complicó a Ricardo Balbín en el golpe de Estado de 1976 poco antes de recibir otra condena a prisión perpetua.
Se necesita no reconocer ningún límite de dignidad para exhibir el presunto testimonio de un hombre que murió hace casi 30 años y que, por lo tanto, no puede ejercer el derecho a su defensa. Balbín dio testimonio de su convicción democrática hasta el final de su vida, cuando ya muy enfermo ayudó a crear la Multipartidaria para presionar a la dictadura.
Por lo demás, Videla no estaba siendo juzgado por el golpe en sí mismo (motivo de la supuesta e inverosímil conversación con Balbín), sino por el secuestro, tortura y muerte de muchos argentinos. La nula calidad moral de los jerarcas del régimen militar explica también que convirtieran en su momento a las fuerzas del Estado en devastadoras bandas armadas.
Fuente: losandes.com.ar
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