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Por Emilio J. Cárdenas - Ex Embajador de la República Argentina ante la ONU.
Un tríptico de valores fundamentales relacionados dinámicamente entre sí conforma la esencia de una república.
Esos tres valores -definidos por pensadores tan distintos como el Obispo François Fénelon y Maximilien de Robespierre- son la libertad, la igualdad y la fraternidad y conforman los pilares centrales del "pacto republicano".
La libertad y la igualdad viven en tensión. Cuando de pronto la igualdad se impone sobre la libertad, la consecuencia suele ser el totalitarismo y las restricciones a las libertades individuales, aquellas que hacen a la esencia misma de la persona humana. Cuando, en cambio, la libertad triunfa sobre la igualdad, suelen aparecer sociedades injustas, por excesivamente individualistas.
El equilibrio entre los dos valores antes mencionados lo garantiza el tercero: esto es la fraternidad. Hay quienes creen que la fraternidad es simplemente un lazo que asocia en la acción a todos quienes en algún momento luchan contra un sistema. En rigor, la fraternidad es otra cosa. Distinta. Es el valor que hace posible la unidad de actuación en busca del bien común. Como tercer componente del pacto republicano, la fraternidad tiene naturaleza moderadora y supone el compromiso libre de los ciudadanos de equilibrar libertad e igualdad. No de modo autoritario, impuesto desde el Estado, sino voluntariamente, con la mayor participación ciudadana posible. Esto se logra por el camino del diálogo, la tolerancia, el respeto recíproco y la solidaridad. Según enseña la experiencia, así se construye la paz social duradera. No a los gritos. Ni a los palazos.
Equilibrios necesarios
La libertad, si es absoluta, puede conducir a la anarquía y generar inestabilidad. Por esa razón necesita ser discretamente educada.
La igualdad, a su vez, es extraña a la naturaleza. Todos somos diferentes. Diversos, entonces. Por eso la igualdad parece más bien un ideal al que debemos apuntar que una realidad cotidiana normal. Cuando se la impone por la fuerza, aparecen los predestinados y los autoritarismos.
La fraternidad, en cambio, supone acción moderadora sobre la libertad y la igualdad en procura armonizarlas, posibilitando equilibrios y consensos. Es entonces mitigar diferencias y acortar distancias. Supone ecuanimidad y mesura. Y, ciertamente, generosidad. Para ser efectiva exige sinceridad en la intención y en el andar.
La fraternidad parece haber sido olvidada entre nosotros y reemplazada por una visión dura que concibe a lo social como un campo ilimitado de antagonismos. Como un escenario de pujas y luchas inevitables. Casi sin reglas. Cuando esta visión prevalece se posterga la búsqueda de consensos esenciales, a la que reemplazan los enfrentamientos. Lo que es grave porque, como dijera el Abbé Pierre, la fraternidad es nada menos que la diferencia entre mirar la vida sin los otros o con los otros. Esa es su enorme importancia, que no puede minimizarse.
Juntos o separados
Cuando no se comprende el valor social esencial de la fraternidad republicana, las divisiones proliferan y se hacen profundas. La siembra de odios, rencores y resentimientos se torna habitual, casi inevitable. En política deja de haber adversarios a los que se reemplaza por enemigos. El discurso único alimenta la intolerancia y las presiones o aprietes de distinto tipo reemplazan a la ley y a los tribunales. En este ambiente el diálogo es apenas una aventura estéril, que no vale la pena intentar. Porque las cosas se resuelven de otro modo mediante pulseadas.
Cuando el plexo social argentino está crispado, tenso e intolerante como pocas veces en nuestra historia, recordar el valor social que debe asignarse a la fraternidad parece oportuno. Porque en su ausencia la violencia asoma a cada vuelta de esquina, a manera de inevitable y lastimosa realidad.
Fuente: lagaceta.com.ar
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