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Por Santiago Kovadloff
¿Persistirán? ¿Se convertirán a fuerza de hacerse ver allí en las nuevas Madres de Plaza de Mayo?
¿Sostendrán su encuentro de los jueves como aquellas que las precedieron? ¿Realizarán con indeclinable constancia su reclamo ante la Casa Rosada exigiendo justicia?
No les toca desafiar una dictadura, sino una escalofriante subestimación de la inseguridad por parte del Gobierno. Son, también, madres de desaparecidos. No los secuestró ni los exterminó el Estado totalitario, pero los sepultó en la intrascendencia un gobierno que se niega a reconocer la envergadura del crimen que les arrebató la vida.
Para hacer justicia es preciso empezar por admitir de qué hablan, con su extinción, esos hijos que aniquiló el delito. Es preciso reaccionar con responsabilidad reflexiva ante lo que esas vidas tronchadas nos dicen. El castigo de los culpables no tendrá lugar si el Gobierno no procede con verdad ante lo que pasa; si no ve en lo que hace con lo que pasa un recorte arbitrario de los derechos humanos. Una evidencia de la liviandad con que los concibe cuando la reivindicación de esos derechos no coincide con sus intereses.
La denuncia formulada por estas nuevas Madres no deja lugar a dudas. El Estado tolera la violencia y el crimen de sus hijos en la medida en que no combate a sus asesinos con resolución. Las madres de ayer exigían el retorno al Estado de derecho. Las de hoy reclaman su plena vigencia. Se rebelan contra una parcialidad que, al perpetuarse, hunde a la democracia en un simulacro. Se resisten esas madres a admitir que el Poder Ejecutivo no respalde su reclamo con la contundencia que cabe. Les repugna que se pretenda diagnosticar la proyección social cobrada por su padecimiento como una desmesura o, lo que es peor aún, como una tergiversación de los hechos.
El pasado 7 de octubre tuvo lugar en Buenos Aires una extraordinaria movilización (que ayer se repitió). Concentrada en la Plaza de Mayo, llegó a ser multitudinaria. La organizaron madres, padres, familiares y amigos de las víctimas de la inseguridad. A ella adhirieron otros padres y madres: los que temen, con razón, por la vida de sus hijos. Diez mil personas se congregaron allí. Sus miradas y sus pancartas se alzaron durante horas hacia la Casa Rosada. Nadie, desde sus balcones, contempló las ampliaciones fotográficas que reproducían los rostros y los nombres de incontables jóvenes asesinados. Nadie quiso ver, desde esos balcones, las imágenes de estos nuevos hijos que la violencia devoró.
Voces y carteles reclamaban que la ley pusiera fin a la impunidad de los que matan en las calles, de los que violan en las calles, de los que roban en las calles. Voces y carteles exigían que la seguridad fuera devuelta a la gente. El Gobierno, sin embargo, no parece darse por enterado. Al desestimar la trágica magnitud de lo que sucede, inscribe lo que ocurre en el escenario de lo irreal. Desdeña el alcance comunitario del dolor y, por extensión, el de la criminalidad. Sin pudor, se muestra insensible al país habitado por la gente que no coincide con su diagnóstico. Prefiere, por lo visto, darle la espalda al mal antes que admitir su existencia. ¿Habrá que subrayar que no es éste el primer conflicto del que reniega? Pero es, seguramente, el más grave. La inseguridad social ha pulverizado la confianza razonable en el transcurso del tiempo. ¿Volverán esta noche a su casa los hijos que de ella salieron durante el día? Quien ahora rebosa de vida y de proyectos, ¿estará entre nosotros dentro de unas horas? Estas preguntas no son naturales, pero se multiplican y cunden por todos los hogares de la Argentina.
Acabar con la violencia que nos mata los hijos equivale a devolver la palabra a la ley. Prevenir esa violencia significa cumplir con la ley sin necesidad de asentar en la represión el significado exclusivo de su valor y de su fuerza. Ya sabemos hasta qué punto el dolor y la desesperación que chocan con la evasiva oficial pueden convertir a una madre, privada de su hijo, en un estandarte de civismo, en una tea encendida de coraje y perseverancia en la reivindicación de la justicia y la memoria. Ha vuelto a suceder. Madres atormentadas por el asesinato de sus hijos convocaron, junto con sus esposos, familiares y amigos, a esa marcha que tanto significa. A esa manifestación de conciencia cívica y desesperación ante la apatía del poder. Ellas, esas madres que hoy se muestran dispuestas a sostener su agobiante comprensión de lo que sucede con un decidido protagonismo público, han posibilitado que la hondura del padecimiento personal se convirtiera, una vez más, en energía colectiva.
"Nos están matando a todos. Lo único que pido es seguridad." Ese fue el clamor que, estremecida por el llanto, hacía oír, como una letanía, la madre del asesinado Diego Rodríguez, una de las responsables de la marcha a Plaza de Mayo. No fueron distintos, en su vehemencia e intención, los demás mensajes que allí pudieron escucharse. Ya no era aquel emblemático "¡Que aparezcan con vida!". El propósito, ahora, era impedir que la muerte de esos hijos aniquilados por la violencia cayera en el olvido impuesto por el menosprecio; no permitir que la insensibilidad de los que mandan la convirtiera en una desgracia familiar sin relieve comunitario. "Queremos vivir. Queremos que nos cuiden y no que miren para otro lado", repetía Luján, novia de Diego Rodríguez.
¿Hasta dónde piensan llegar los poderosos, los investidos con la representación del pueblo? ¿Dónde están los que se ausentan cuando el dolor se hace presente y los reclama la voz de los necesitados? ¿O la tragedia impuesta a los padres que pierden a sus hijos a manos del crimen callejero no afecta a toda la sociedad? Juan Carlos Blumberg obró con acierto ese anochecer del 7 de octubre. Propuso al padre de Diego Rodríguez que, cada jueves, se repitiera la convocatoria contra la inseguridad en la Plaza de Mayo. Lecciones del pasado. Símbolos que se perpetúan. Dramática contigüidad entre aquellas madres de los años 70 del siglo pasado y estas de los años iniciales del siglo XXI. Unas y otras manifestaron, en dos etapas distintas de nuestra historia, la misma necesidad de verse amparadas por la ley. Unas exigieron la abolición del terrorismo de Estado. Las otras, el fin de la irresponsabilidad y el sectarismo del Estado.
En semejante contexto de atrocidades sucesivas, cabe preguntarse qué entiende el Gobierno por equidad y qué lecciones han extraído los opositores de sus desaciertos pasados; de esta tragedia que proyecta la sombra de la muerte sobre la cabeza de nuestros hijos.
La aplastante cifra de jóvenes acerca de cuyo exterminio nos anoticia, hora tras hora, el periodismo, forma parte de esas generaciones inmoladas, simultánea o sucesivamente, por el Proceso, la guerrilla, la Guerra de las Malvinas y el delito sin inscripción ideológica. Si se sumaran alguna vez las víctimas que por obra de la violencia armada perdieron la vida en la Argentina en los últimos cuarenta años, se ascendería a un número aterrador. A la hora de ponderar la decadencia argentina deberá tomarse en cuenta esta pavorosa propensión a lo tanático.
El Estado debe tener la decencia de empezar por reconocer lo que sucede y terminar por resolver lo que pasa. En los años tenebrosos del Proceso, el Gobierno decía desconocer el destino de las víctimas que él mismo generaba. Hoy subestima el número de los que aparecen muertos, malheridos o brutalmente violentados. En los años del Proceso, el Gobierno era el verdugo. Hoy, al renegar de la magnitud y la frecuencia alcanzada por la siembra de tanta muerte juvenil, se convierte en el cómplice tácito de la impunidad criminal.
Al igual que en otros momentos de nuestro pasado, la ciudadanía se verá forzada, en 2011, a optar, mucho más que entre partidos, entre políticas beligerantes y políticas pacificadoras; entre un proyecto de país en el que la seguridad se perfile como prioridad del Estado y otro que parece especular con los réditos que le reporte su fragilidad. La ciudadanía, seguramente, sabrá cómo proceder.
Fuente: lanacion.com
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