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Por Alberto Fernández *
Los datos dicen que los argentinos viven la inseguridad como el mayor de sus problemas.
Los crímenes ocurren y se convierten rápidamente en titulares de diarios, en palabras quebradas de las víctimas que fluyen de las radios y en imágenes televisivas que muestran ladrones en el mismo instante en que ejecutan su fechoría. Los delitos, y también el modo en que son difundidos, son la causa central de esa percepción ciudadana.
Para entender qué nos pasa, sepamos de antemano que la inseguridad ha aumentado sensiblemente en el mundo. En los últimos tiempos, la ONU advirtió que los índices criminales han crecido globalmente en forma acelerada. Sólo entre 1980 y 2000, la delincuencia aumentó casi un 30%. Otros de sus informes indicaron que el miedo creciente que la sociedad expresa ante el delito se asocia directamente "a la difusión por la prensa de los registros oficiales de muertes y violencia".
En la Argentina, la cantidad de crímenes (no la calidad de su organización y el nivel de violencia) no es hoy significativamente mayor que la registrada en el año 2003. Una economía más inclusiva explica la razón de esa realidad. Así se entiende que algunos reportes internacionales hayan colocado a nuestro país como uno de los cinco que registraban un mejor clima de seguridad en el continente.
De cualquier manera, es necesario hacer una salvedad. Los datos estadísticos del total del país no coinciden con los que surgen de los lugares de mayor concentración urbana, en donde se localizan bolsones de marginalidad social y en los que crece significativamente la criminalidad más violenta. El Gran Buenos Aires es uno de esos lugares. Allí se advierte un fenómeno preocupante de violencia delictiva semejante al que exhiben ciudades como San Pablo, Río de Janeiro, Caracas o México.
Cuando uno observa el aumento de la inseguridad como un fenómeno global, entiende por qué la Argentina, con todo lo que debió afrontar, no puede quedar al margen de ese resultado. ¿Por qué iba a escapar al fenómeno de la inseguridad con el deterioro social que sufrió en las últimas dos décadas del siglo XX? ¿Por qué podría ver mejorar sus índices de criminalidad si el enorme crecimiento económico experimentado no repercutió todo lo necesario como para garantizar un mejor desarrollo de los sectores más postergados de la sociedad?
La marginalidad es el mejor caldo de cultivo que encuentra la delincuencia. Allí, donde no llega ninguna política pública, los controles sociales no funcionan y nadie hace propias las normas de conducta de la sociedad. Las familias se quiebran, los mayores carecen de trabajo y los más niños -alejados de la escuela- son empujados hacia la mendacidad y suelen crecer con las "reglas de la calle". De ahí al delito hay sólo un paso.
Aun así, no es ésa la única causa que explica el delito entre nosotros. Hay otras: un sistema policial que en muchos casos acaba asociado a quienes debe combatir, un procedimiento penal que a partir de cierta flexibilidad facilita liberaciones anticipadas no siempre entendibles y un régimen penitenciario que día tras día demuestra su formidable incapacidad para recuperar a quienes han sido condenados. Hay además una cuarta causa que parece ser exacto corolario de las ya citadas: la sensación de impunidad. Una policía que no persigue, una Justicia que no sanciona y una cárcel que ni castiga ni educa son un cóctel perfecto para que nadie se sienta conminado a respetar la ley.
Para recuperar la seguridad ciudadana es importante atender todos esos aspectos. Es tan necesario integrar socialmente a los hoy marginados, como es imperioso depurar y prestigiar los cuadros policiales, hacer menos abuso de la discrecionalidad en el sistema procesal y volver más humano y compatible con la reinserción social este patético sistema penitenciario.Básicamente, se trata de centrar la lucha contra la inseguridad atacándola en sus causas y no en sus consecuencias.
La propalación mediática del delito tiene mucho que ver con el clima de inseguridad que nos agobia. Pero aún así, no es bueno pretender superar ese clima sobreactuando en esos mismos medios la reacción ante el delito. No representa solución alguna asumir públicamente y con total complacencia los "mandatos viscerales" que expresa la opinión pública cuando clama por venganza sensibilizada ante la desdichada víctima. Ese malestar social que el delito provoca, tampoco se supera demonizando a quienes respetan las garantías constitucionales de quienes son sometidos a juicio.
Será imposible resolver el problema si el combate al delito se funda en una "urgencia política" nacida de encuestas que indagan en el ánimo de seres saturados de voces e imágenes que les acercan el crimen hasta el living de su casa. Nunca se ha gobernado bien preguntando qué hacer a quienes se sienten agobiados. A esos seres desesperados sólo los calma oír que alguien va a sacarlos del pozo en el que han quedado sumidos. Pero, más temprano que tarde, ha de quedar al descubierto la inconsistencia de esos discursos hechos tan sólo para calmar expectativas.
Erradicar el delito va a demandar tanto tiempo como el que demande alcanzar un desarrollo económico y social más equilibrado. Si todos entendieran lo complejo que eso resulta, a nadie debería tolerársele usar el tema para endulzar el oído de los abatidos en busca de un voto, ni para desgastar interesadamente la credibilidad de los gobiernos.
Y si los gobiernos entendieran cabalmente la magnitud de la cuestión, seguramente se encargarían de fortalecer las fuerzas de seguridad sin tolerar las peores prácticas que aún hoy persisten entre sus miembros. Se ocuparían también de agilizar los procesos penales para que la Justicia se materialice eficazmente y garantizarían que las penas se cumplan en cárceles que por lo menos dejen de ser "productoras" de futuros reincidentes.
*El autor de la nota es ex jefe de Gabinete del gobierno de Néstor Kirchner
Fuente: lanacion.com.ar
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