► Imprimir
El problema de los jóvenes que no estudian ni trabajan exige cambios para vincular más a la escuela con el mundo laboral.
Los problemas cotidianos postergan a menudo el tratamiento de las cuestiones más severas que afectan a nuestra sociedad. Entre esas cuestiones pendientes, que afectan el presente y el porvenir, está el problema de los jóvenes que no estudian ni trabajan.
Se trata de un tema inquietante, cuya vigencia sólo promete mayores penas en el futuro. Recientes informes de distintas instituciones confirman anteriores datos sobre el tema. Así, la Escuela de Economía de la Universidad Católica Argentina (UCA), en un reciente documento, ubica al 25 por ciento de nuestros jóvenes entre 18 y 24 años en esa franja del no trabajar ni aprender. Por su parte, el Instituto para el Desarrollo Social Argentino (Idesa) señala que si sólo el 33 por ciento de los alumnos secundarios concluye los estudios de ese nivel en el tiempo previsto, en el 66 por ciento restante están los potenciales repetidores o los que se convertirán en desertores del sistema.
Es obvio que la mayor probabilidad de encontrar trabajo decente -como lo denomina la OIT- exige la posesión de habilidades que se adquieren a través del curso de la escolaridad primaria y secundaria. No prepararse, abandonar las aulas precozmente, torna luego inaccesible el ingreso a labores que den margen a un desarrollo positivo del empleado. Las opciones que suelen presentarse son limitadas, informales, de alta rotación, mal pagas. Esa es la oferta residual que queda para quienes no están mejor capacitados; de ahí que se estime en un 20 por ciento el desempleo de nuestros jóvenes, índice expresivo de la gravedad de la situación.
La dimensión del problema en el panorama mundial es, también, muy seria. La OIT ha estimado en 81 millones el número de desempleados juveniles. Se conjugan en esa cifra dos factores de distinto carácter: baja preparación de los aspirantes y pocas oportunidades laborales para ellos.
Es lógico interrogarse acerca de las causas que inciden en este problema, particularmente en los jóvenes de nuestro país. Al respecto, el director del Idesa, Jorge Colina, pone el énfasis en el deterioro socioeconómico de las familias; la crisis valorativa que padecen las actuales generaciones, en las que se margina el mérito del estudio, el trabajo y el esfuerzo, y la pérdida del sentido de la autoridad.
No es difícil, tampoco, vincular el problema con el descenso en la calidad de nuestra enseñanza. Desde otra perspectiva, el director de la Escuela de Economía de la UCA, Patricio Millán, subraya la importancia de las intervenciones tempranas de la escuela para resolver la problemática de los alumnos que van demostrando con sus ausencias el riesgo de su próximo abandono. Un inicio de ese control fue posible en la primera mitad del siglo pasado en el nivel primario. Esa gestión se llamaba obligación escolar.
Es claro que concierne al sistema educativo y, sobre todo, a la escuela media encarar parte de los cambios necesarios para modificar esta ingrata realidad de jóvenes sin iniciativas para capacitarse ni para proyectar sus vidas hacia el futuro a través de la dignidad del trabajo. Pero el problema es complejo y atañe a la sociedad en pleno.
Esto implica la necesidad de poner en marcha una mejor alianza de las modalidades laborales que ofrezca la escuela con las demandas actuales de la economía o bien una administración racional de planes de ayuda social que no tiente a permanecer en la pasividad a quien recibe un beneficio que lo hace rehén de un gobierno. Así, también, sigue siendo de la familia la tarea de cimentar un sentido de los derechos y también de los deberes que conciernen a los menores frente a la escuela y las obligaciones que ésta supone: aprender, disciplinarse y comprender sus responsabilidades sociales.
Fuente: lanacion.com.ar
No hay comentarios:
Publicar un comentario