El rostro del Jesús en la cruz que pende en el altar de la capilla del pueblo enclavado en medio del monte Impenetrable no tiene las facciones. Se desprendieron con el paso de los años. Pero los hermanos maristas lo toman como una señal de Dios que recuerda que la cara de Jesús puede y debe reconocerse en la de todo prójimo, especialmente en los más desposeídos. Lo que viene muy al caso ante los pobladores de aquí: los aborígenes wichis que, en su padecer, a las severas carencias y despojos, suman la indiferencia de vastos sectores de la sociedad, cuando no el abierto desprecio. Por eso, hace poco más de 30 años la congregación fundada por San Marcelino Champagnat -conocida por sus prestigiosos colegios- decidió poner manos a la obra en estas tierras, tomar la posta que los franciscanos dejaron en 1950 y establecer una misión permanente que hoy exhibe frutos que ni los más optimistas imaginaron. Entre ellas, la restitución de 20 mil hectáreas a los aborígenes, la construcción de 350 casas y otros tantos aljibes y el levantamiento de una escuela bilingüe.
El primer objetivo de los hermanos maristas fue ganarse la confianza de los wichis, -con razón- tan descreídos. Les llevó años. "La clave fue la entrega, la mano tendida, el que comprobaran que no les veníamos a sacar, sino a dar", dice el hermano Martín, que lleva aquí 18 años. Como buenos educadores, los maristas se hicieron cargo de una escuela pública que necesitaba atención. Pero la primera gran batalla fue conseguir la restitución a los aborígenes de 20 mil hectáreas que el gobierno les había dado a los franciscanos a poco de instalarse aquí, allá por el año 1900, y fundar el pueblo. De la boca para afuera, el gobierno provincial, finalmente, accedió al pedido. Claro que puso una condición de difícil concreción: la demarcación del terreno. Lejos de amilanarse, los hermanos, sabiendo que el Ejército había en el pasado delimitado el perímetro, se internaron en el monte con un grupo de aborígenes a puro machete. Con brújula, péndulo y mucha fe, el hermano Martín fue, increíblemente, descubriendo uno a uno los mojones. El gobierno debió terminar accediendo a la escrituración.
El siguiente desafío fue la distribución de la tierra. Su loteo implicaba el riesgo de que, con diversos ardides, los terrenos pudieran ser comprados de a uno por extraños. Y que así los aborígenes fueran perdiendo algo que, para su idiosincrasia, es mucho más que una extensión que se compra y se vende, sino que hace a sus raíces y su cultura. Por eso -con el eficaz asesoramiento de los maristas-, se acordó que los wichis crearan una asociación que asumiría la propiedad de la tierra. "Felices por la delimitación del perímetro, los acompañé a comunicarle a la policía que iban a poner el cartel 'tierra aborigen', pero nos 'mandaron a pasear'", recuerda el hermano Martín. Y agrega: "Cuando volvíamos, les dije que el episodio me había resultado muy duro y ellos me respondieron que estaban acostumbrados, que con frecuencia el patrón los desprecia y maltrata. Cuando eso pasa –me contaban- nos sentamos debajo de un árbol, lloramos un rato y una vez que creemos que se calmó, volvemos porque necesitamos el pan". De todas formas, hoy exhiben con orgullo el cartel.
Asegurada la tierra, el siguiente paso fue la vivienda. Y la urgencia de reemplazar sus ranchos de adobe y paja, verdaderos nidos de vinchucas en una zona donde el mal de Chagas, junto con la tuberculosis, hace estragos. Fue así que los hermanos maristas se lanzaron a la búsqueda de dinero del Estado nacional, del provincial y de los privados a través de la Fundación Marista. Pero no querían que los aborígenes recibieran todo "del cielo", sino que fuesen sujetos de su propio desarrollo. Por eso, decidieron capacitarlos en la construcción. Lo primero que aprendieron fue la fabricación de ladrillos. Después, cómo hacer cimientos, levantar paredes, abrir aberturas, colocar techos. Les pusieron, además, una condición: todos debían colaborar en la construcción de las viviendas. Con el paso del tiempo, sumaron 350 viviendas, a las que los hermanos maristas pidieron que se les agregara un cerco de alambres por una sencilla razón: para que los moradores desterraran la costumbre, completamente insalubre, de vivir con gallinas, patos, chanchos, cabritos y tantos otros animales.
El logro más reciente fue la construcción de los 350 aljibes, absolutamente imprescindibles en una región donde el agua es un bien más que escaso. Y la poca que hay es salada y suele tener dosis de arsénico y cianuro. Aljibes que constan de una cisterna que se alimenta de una canaleta que recoge el agua de lluvia que se desliza por el techo de cinc de las viviendas. La concreción de la última tanda de 35 aljibes fue motivo, días atrás, de una gran fiesta con abundante locro y música autóctona.
Pero la obra más importante de los wichis fue la construcción de una escuela bilingüe que los hermanos maristas decidieron levantar cuando el gobierno provincial se sintió en condiciones de recuperar la escuela pública que inicialmente les había confiado. Al nuevo establecimiento hoy concurren 200 chicos que, a medida que ascienden en los grados, de la mano de maestros wichis y criollos, van sumando a su lengua el conocimiento del castellano.
Los chicos reciben en el colegio el desayuno, el almuerzo y en algunos casos, la merienda. "Los jueves es el día de mayor asistencia porque hay milanesas", dice el hermano Marcelino, que hace apenas seis meses se sumó a la misión. Y completa: "El problema es que durante el receso de verano los chicos sufren mucho la falta de esta ayuda alimenticia y, por eso, cuando al año siguiente vuelven a la escuela vienen hasta con ... ¡15 kilos menos!".
La obra de los hermanos maristas en el Impenetrable –que tuvo en el hermano Teo, hoy destinado en un colegio de Uruguay, a su figura más destacada- no acaba aquí. Cuentan con una radio, una "Secretaría por la Dignidad" donde los aborígenes pueden llevar sus reclamos y ser orientados en la lucha por sus derechos. Y, por cierto, con clases de catequesis, impartida hasta en los parajes más recónditos, siempre con respeto a las demás creencias.
Ellos no lo dicen, pero sus gestiones fueron clave para que hubiera energía eléctrica y una planta potabilizadora en el pueblo. Todo hecho con una abnegación y alegría que salta a la vista. "Nos estimula y pone contentos ver que la vida de los aborígenes es más feliz", dice el hermano Marín.
Al hermano David, con 10 años en la misión, le alegra observar "todo lo que progresaron los wichis en estos años". Y que "ellos puedan comprobar que tienen tanta capacidad como cualquier otro y que sólo necesitan tener las mismas oportunidades".
"La verdad es que uno se encariña con la gente", dice Marcelino. David va más allá: "Estoy tan feliz que pedí que me reserven una parcela en el cementerio de acá".
Para contactarse con la obra: marcelinobuet@hotmail.com
Fuente: clarin.com
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