Daniel E. Herrendorf
La revelación inmediata que provoca Las mil y una noches es que ninguna historia está terminada.
Porque Scherezade supo eso se atrevió a pasar una única noche inmisericorde con el sultán: porque su historia, como cualquier otra, era infinita, y por lo mismo su noche también. La condición para la eterna princesa de una noche era no ser infiel a su historia.
Porque el cuento es infinito y no respeta nuestro deseo de hacer cenizas del pasado, los ayeres vuelven -solos o a simple reclamación- y pintarrajean el presente de colores muy diversos.
En general, sentimos que hemos terminado con el pasado, pero el pasado no siempre ha terminado con nosotros. Con velocidad inusitada, aquella vieja injusticia reaparece por sus oportunidades perdidas, entra en escena por la grieta más inextricable, y se posa, como un ave que busca sosiego, sobre la más viva actualidad.
Entonces hay que empezar la discusión de nuevo.
Siempre discutimos la justicia de nuestras opciones y creemos concluir un asunto y otro de la mejor manera. Y esto, que puede ser cierto en los negocios menores o en las ciencias de resultados, no lo es en la historia social, en el arte, la sociología o el derecho.
En la historia no hay progreso. Eso es todo y no es difícil. No es mejor un día que el siguiente porque sí, y ésa es una premisa que la educación básica no sólo no enseña, sino que intenta desmentir con la prolija sucesión de acontecimientos que da en llamar progreso.
Pero la historia es una sucesión despareja y caprichosa de gozos y de sombras en distribuciones implacablemente arbitrarias.
Ramón y Cajal lo decía de otro modo: a los grandes momentos nutritivos sigue una horrible acción devoradora. Sólo que tampoco es necesario y sostenido este alternativo penduleo: a una acción devoradora puede seguir otra y otra y otra, o viceversa.
Los ejemplos gimen: basta una miradita hacia donde estaban y ya no están las Torres Gemelas con sus miles de almas soterradas, hacia el viejo Imperio Persa hecho una bomba que estalla, o una travesía veraniega por el Africa central para sentir que el pasado ha vuelto, y, con esa certeza, revivir los deseos -siempre oportunamente contenidos- de tirar la computadora a la basura (junto con los títulos de la deuda) y dedicarnos a la caridad.
Somos una minúscula cantidad de habitantes -en un planeta que supera los seis mil millones- los que vivimos en la riqueza escandalosa: habitamos casas a su modo indemnes al frío y la lluvia, comemos algo diariamente, bebemos agua potable, nos curamos, educamos a nuestros hijos y, si sobra dinero, lo gastamos en el ocio.
Lujuria. Espantosamente millonarios para los parámetros mundiales. ¿Injustos, antiéticos, sin conciencia social? No lo sabemos, así vivimos, eso es todo.
El mundo sigue produciendo alimentos para tres mundos y distribuyéndolos para el diez por ciento. Las naciones ricas se quejan con amargura porque los viejos viven tanto que colapsan los sistemas previsionales y de salud. El insurgente eventual (al mismo tiempo, está claro) nos provoca un dolor remoto, pretérito, casi advenedizo, y una dura represión contra él merecería nuestra reprobación automática durante implacables 24 horas, después de las cuales la más sólida indiferencia haría presa del que padece.
Lo mismo hicimos con la masacre de Tiananmen o la guerra serbia. Y después volvimos a atender injusticias domésticas, como el precio del jabón de lavar o el destino de las expensas comunes: finalmente no podemos recoger siempre y solos los destrozos mundiales de la víspera. El mundo es así, nos decimos.
¿Despreocupación, impotencia, fatiga? No lo sabemos, no del todo bien. No sabemos vivir de otro modo.
En general confiamos las desgracias mundiales al progreso indefinido, a la voluntad de Dios o a una conciencia histórica que -por lo menos desde Tito Livio hasta Hegel- debería actuar solita, sin mucho empuje humano y por la sola vocación automática de la justicia, como si las virtudes se sacudieran ellas solas la polvareda del vicio unánime.
Pero el Holocausto, en la plenitud heroica del siglo XX, no fue más decoroso que las Cruzadas por ser más actual, ni la invasión a Irak la hicimos más aséptica y prolija que la de Manchuria.
La idea del progreso histórico es solamente un propósito y no hay variaciones éticas sustanciales en su decurso.
Somos la misma bestia hoy que cuando no teníamos penicilina, agua limpia o microchips, y no estamos necesariamente agradecidos por nada. El pasado vuelve. Nacimos en un mundo así, y la culpa no es imperiosamente nuestra.
Y lo decimos sin mucho más dolor que el habitual, el necesario, el que les destinamos a los asuntos internacionales y cósmicos, como la capa de ozono, el calentamiento planetario o el Estado de Israel, temas que nos amargan unos diez minutos semanales en tensas sesiones de sincera y compartida indignación.
¿Desconsideración, destrato, cinismo, inclemencia con la tierra y sus desmanes? No lo sabemos, porque lo que no sabemos es si se puede vivir de otra manera.
Como descubrió Scherezade, la historia no tiene final. Por eso nos alarma.
Fuente: lanacion.com
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