Por Alejandro Rozitchner
Un excesivo amor por los números redondos más que por la patria, frente a la que no sabemos muy bien qué sentir luego de tanta impostura patriótica y sin poder tampoco desentendernos del todo porque sabemos que es cosa nuestra.
El Bicentenario es el truco de celebrarle al país un cumpleaños largo, importante, como un modo de hacernos creer a nosotros mismos que tenemos clara la emoción de la nacionalidad y que estamos contentos con ella, cuando en realidad el cúmulo de sentimientos contradictorios hace que el asunto sea mucho más complejo y que el país se nos desdibuje constantemente.
El Bicentenario es la oportunidad de darnos cuenta de que si queremos celebrar al país tenemos que hacer cosas constructivas para darle entidad, que el país no está en sus símbolos sino en sus realidades, que no se trata de hacer un sentido homenaje sino de tomar a un difícil toro por las astas, para ver si conseguimos sacarlo de una pobreza patológica que nos deja congelados, sin capacidad de reacción. El Bicentenario es el momento de entender que no se participa con la mera crítica, que hacen falta aportes, que amor en obras consiste, como decía Lope de Vega, es decir, que querer es siempre un hacer que demuestra ese querer, porque sin esa prueba de realidad el amor es palabras que se lleva el viento, emociones fingidas, y no amor real. Dignos sentimientos sin capacidad de impacto son dignidades representadas, sin valor, mímicas intrascendentes. Himnos, escarapelas, ideologías, altisonancias no son la patria, son un vacío simbólico inflado para simular serlo.
El Bicentenario es también, si uno quiere celebrar lo propio, la necesidad de superar la mirada del reproche y profundizar la del amor, la del deseo, la del querer que esta realidad nuestra esté cada vez más cargada de frutos y de logros, de acuerdos, entendimientos y pasos adelante. El Bicentenario es la oportunidad para entender que un gran país no es el resultado directo del orgullo y la jactancia, el recordatorio de que en el medio hay que poner dedicación y creatividad, trabajo y esmero, que la realidad resplandece sólo si se la riega y cuida diariamente, y huele mal, hiede, si le tiramos la basura mental de nuestro eterno descontento, la pseudo inteligencia de no estar nunca conformes con nada.
El Bicentenario es un llamado de atención, un mirar atrás que podría servir, si quisiéramos, como desafío, porque nos trae imágenes de logros importantes, de esos que hoy nos parecen muy lejanos pero a los que seguimos deseando.
El Bicentenario es una alternativa para las habituales emociones patrióticas, una vía para superar al sentimiento nacional ligado al fútbol y para enlazarlo con personas y proyectos, con paisajes y estilos de vida, con ganas de construir algo que todavía no está pero presentimos, algo que tal vez existió en otra época pero tal vez no, y no importa, algo que sin entrar en falsedades de acto colegial sería bueno tener como horizonte estimulante y compartido.
El Bicentenario es un modo de volver a hablar de estas cosas básicas, de ponernos a sentir y pensar al país, de volver a mirarlo, más allá de la afectación de hacerse el gaucho, el originario o el popular, superando el error y la comodidad de representar el arquetipo que en realidad nadie es, avanzando más allá de las caracterizaciones publicitarias del argentino para meternos en nuestra carne que quiere cosas y debe trabajar para lograrlas.
Al país no se accede por la vía del fingimiento ni del pintoresquismo. Se accede y se le da vida si seguimos siendo nosotros, estos nuevos, estos raros y distintos, estos capaces inexplorados, y nos dedicamos a hacer pasar al universo de lo concreto el trabajo conjunto del desarrollo y el crecimiento. Si un país no crece no es un país, igual que una persona. El Bicentenario nos hace creer que existe algo de lo que en realidad muchos no estamos tan seguros: una comunidad decidida a hacerse de abajo, a generar lo que quiere y necesita, a superar etapas en las que encallamos por no ser lo suficientemente capaces.
Fuente: lanacion.com
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