Pasaron 200 años y, racionalmente, sólo podemos festejar el paso del tiempo. Es como si no hubiésemos aprendido nada. No son buenas las noticias en este Bicentenario.
Sin embargo, estamos aquí, dispuestos al amor por la Patria. Ese que no admite más explicaciones que la emoción.
La razón nos indica que la democracia argentina tiene poco para festejar en este Bicentenario. Igual que la mayor parte de los argentinos, que no forman parte de las corporaciones política y de negocios que se han enriquecido a costa de muchos.
Y sin embargo, el Bicentenario nos agita las fibras del corazón. La celeste y blanca nos emociona siempre. Y no sólo por el Mundial de Fútbol, o por la kermesse de diez cuadras que -a falta de proyectos transformadores- organizó el gobierno nacional en la Avenida 9 de Julio. A fin de cuentas, y a pesar de todo (y de todos) la Argentina es nuestra patria, la tierra donde descansan nuestros padres y en la que criamos a nuestros hijos. Nos despierta un sentimiento difícil de explicar pero que es muy parecido al amor. La querida Argentina es uno de esos amores difíciles, inaccesibles, coquetos, volubles. La patria es un gran amor… Por eso miles y miles de personas salieron en todo el país a compartir el Bicentenario en la calle. Y es por ello que en estos días nuestros hermanos emigrados van a estar más sensibles que nunca. No van a disimular sus lágrimas rebeldes cuando escuchen el Himno o vean la celeste y blanca brillar bien alto, aunque sea en un partido de fútbol.
¿Y el futuro? Usemos, por un momento, la razón. Guardemos la bandera, el bombo y el corazón en donde no nos entorpezcan. Hagamos un esfuerzo de imaginación. Tratemos de entender la historia sin bronce. Tratemos de despojarnos de la visión belicista y estática de la historia argentina que nos fue impuesta en las primeras décadas del siglo XX, por sectores que trasladaron esa visión a la política de entonces. Bajemos a los próceres de sus pedestales y aceptémoslos como revolucionarios de su tiempo; personas contradictorias que respondían a intereses diferentes, portadores además de numerosas miserias. Y aun así, no estamos a la altura de sus sueños, de sus luchas, ni del país libre que imaginaron entonces con o sin la tutela de un rey, más o menos parecidos al modelo francés, o al norteamericano, o al imperial; que eran los grandes paradigmas de entonces. Hoy, la Patria cumple 200 años. Y aquellos sueños épicos y fundacionales lucen descoloridos y manoseados. La lucha por la libertad es la pelea contra la pobreza. La gesta por la independencia es la batalla por mantener la dignidad del hombre que no puede sustentar a su familia, pagar sus gastos, educar a sus hijos, honrar sus deudas, y realizarse por medio del trabajo, la cultura, y el pensamiento.
No hay libertad, ni dignidad, ni independencia, en un país que mantiene a grandes franjas de la población en la pobreza más cruel. ¿Qué puede festejar la familia que vive de la basura, expuesta a enfermedades, inseguridad y riesgos, qué puede festejar el obrero que no tiene para comer, qué puede festejar un empelado estatal, un policía o un maestro, que es pobre de toda pobreza aunque tenga un trabajo, qué pueden festejar los que están presos del paco, el desempleo, y la delincuencia? Nada. Pero lo hacen igual, porque el amor a la patria, el ser argentino, supera a veces nuestra propia conveniencia.
Hoy el país cumple 200 años de vida institucional, que empezó con una revolución política de ideales fuertes y sueños duraderos. Pero hoy no podemos siquiera afirmar que estamos trabajando para que en 20 ó 30 años seamos un país desarrollado. No podemos decir que la democracia ha madurado, ni hacer gala de nuestras costumbres tolerantes, o de la mecánica del consenso y el debate político y económico serio para salir al frente. Tampoco podemos hacer grandes anuncios en beneficio de la población. Sí nos cabe mirar hacia atrás a los próceres, y sentir un poco de vergüenza por el país que hemos hecho.
Hoy, una Argentina devastada por malas administraciones cuyo afán principal fue y es la corrupción política y económica a escalas millonarias; observa con tristeza cómo el país se ha dividido en facciones que se disputan un festejo vacío de contenido. ¿Qué podemos celebrar, más que 200 almanaques? No mucho. No puede ser viable un país en el que la clase política se ha ido enriqueciendo con el tiempo, mientras la mayoría de la población se empobreció y fue perdiendo perspectivas. Basta con mirar a nuestro alrededor, aquí en Mendoza, y palpar el nivel de vida de nuestros políticos. Aun los que “la hicieron trabajando”, escalaron en su nivel de vida mucho más que la gran mayoría de sus representados. Esta es otra de las deudas de la tan declamada distribución de la riqueza: no se trata de ser Robin Hood a la argentina, sino que el Estado pueda mantener las prestaciones de salud, educación, seguridad, y servicios sociales con niveles de primer mundo, y que le facilite a la población las herramientas para crecer y progresar. Y que aquel que pueda prosperar, invertir y crecer con su trabajo, su pequeño negocio o su gran empresa, pueda hacerlo en libertad y sin complejos.
La corrupción estructural de todos los gobiernos de la democracia ha sido uno de los principales males que nos impide crecer como país. Y no sólo por la cantidad de dinero –hace poco un gobernador calculó que el 10 % de todos los presupuestos de la Argentina se va en coimas y retornos- sino por la actitud general de una clase dirigente que, salvo contadísimas y honrosas excepciones- abusó de la función pública para engrosar los bolsillos.
Corrupción hubo siempre, desde que un intermediario compró para el Estado las tierras a los Pereyra Iraola en inmediaciones de La Plata, y después hizo un negocio inmobiliario de proporciones en beneficio de su propio bolsillo, en el siglo XIX. Pero hoy alcanza con ver cómo se matan por una banca de concejal en San Martín, en la escala más baja de la política, o cómo una fracción se queda con la matriz energética de la Argentina por vía de sus amigos, en la otra punta; para comprender que la política, lejos de ser una herramienta de gestión pública, social y de representación para mejorar la vida de la gente, es ahora la llave de los negocios.
El otro gran mal que nos aqueja es el enfrentamiento permanente, la antinomia, la manera de llevar a los extremos cualquier discusión, lo que hace imposible que en la Argentina haya jamás una concertación a la chilena. Tomen nota de esto los partidos que están pensando en alianzas para el año que viene. Lo más probable es que éstas estallen en pedazos a poco de andar.
Hoy, cumplimos 200 años con fiestas en las que no participan los ex presidentes de la democracia, ni el vicepresidente de la Nación, y se hacen dos tedéum porque tenemos miedo de lo que diga el cardenal Jorge Bergoglio. Además, los funcionarios nacionales y los gobernadores oficialistas encabezados por la Presidenta le hacen el vacío a un jefe de gobierno porteño, aunque la ocasión sea la de reinaugurar el Teatro Colón. Esta es la Argentina donde nada se puede acordar, y donde la destrucción es una forma de construir política.
Hay temas que son demasiado importantes, incluso, para un presidente. Por eso los constitucionalistas de 1853, pensaron un sistema representativo, republicano, y federal. Y de estas últimas dos condiciones no queda casi nada, salvo un par de gobernadores y algunos jueces díscolos en medio de un concierto de chupamedias del poder, que sorben calcetines por razones económicas que los empujan a la indignidad personal y política.
No son buenas noticias la de este Bicentenario, pero son las que hay. Seguramente, Mariano Moreno, que no era precisamente un moderado, y al que muchos señalaban como a un rabioso jacobino admirador de Maximilian Robespierre; sentiría vergüenza hoy del otro Moreno, Guillermo; el fracasado domador de la inflación y los precios a fuerza de aprietes, amenazas, malos modos, y actitudes cuasi mafiosas.
Argentina es contradictoria y corrupta, exitista y decadente; maravillosa, trágica, y chanta. Es un país repleto de alimentos para brindárselos a un mundo que los necesita, rebosante de recursos naturales y de buenos argentinos, de gente con buena voluntad, solidaria y pacífica; con ganas de aportar lo suyo mucho más allá de cantar hoy el Himno o de gritar los goles en el Mundial hasta enrojecerse la garganta. Pero, hay que reconocerlo: ese argentino debería ser igual de inteligente pero menos chanta. Igual de hospitalario, pero más solidario. Igual de creativo, pero más disciplinado. Igual de emprendedor, pero respetuoso de la ley… todos valores muy nuestros, que van de la mano de un disvalor que nos contrapesa.
Nos quedamos en la invención del dulce de leche, la birome, el colectivo, el tango Cambalache, los premios Nobel, la Mano de Dios, y Argentina Campeón del Mundo. Los ganadores morales de todo, sumidos en una crisis a la que los 27 años de democracia le agregaron más deudas con la sociedad, en el formato cruel de la pobreza, la indigencia, y la pauperización intelectual, educativa, y de la cultura del trabajo.
Pasaron 200 años, y racionalmente sólo podemos festejar el paso del tiempo. Es como si no hubiésemos aprendido nada. Sin embargo, estamos aquí. Bien argentinos, con las ganas intactas, con la emoción a flor de piel, con las ansias de ese amor por la patria que no se explica. Y que sólo se puede sentir.
Feliz Bicentenario.
Fuente: mdzol.com
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