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domingo, 25 de abril de 2010

Opinión y Debate: Reflexión sobre la identidad nacional.

Por Graciela Maturo.

La conmemoración del Bicentenario de la emancipación es un momento oportuno para reflexionar sobre la cultura nacional, esa olvidada en las proclamas electorales.
 
Hablar de cultura es, no me cabe la menor duda, referirse a lo esencial de un pueblo, aquello que aún en momentos de destrucción y crisis económica le permite reconocerse como una unidad social con un destino común en un momento de la historia.
En efecto, la cultura no es solamente un conjunto de bienes y realizaciones que van desde lo artístico y lo religioso a lo científico y técnico, sino algo profundo que vincula a una suma de individuos en un espacio geográfico, histórico y simbólico. Se habla en estos tiempos de universalismo pero no se ha alcanzado todavía esa instancia deseable a la que aportarían todos los pueblos de la tierra. La globalización, en cambio, se basa en logros tecno-científicos – por otra parte muy apreciables, y también en algún aspecto problemáticos – que un grupo de naciones expande al mundo por avanzadas redes de comunicación, sin recoger los mensajes de otros pueblos, de otras naciones y culturas.
Estoy convencida de que nuestro pueblo, perteneciente al grupo de pueblos hispanoamericanos con los que comparte un idioma, una historia y un destino común, posee una identidad cultural, más allá de las diferenciaciones epidérmicas, de la dispersión y la fragmentación propias de ciertos sectores sociales. Existe una fisonomía propia que sentimos como reconocible; un modo de instalarnos en el mundo, una suma de valores, costumbres, afinidades, ritos y manifestaciones, que individualmente podemos ignorar o traicionar, pero sabemos que está, subyacente, como fondo de nuestra cultura.
Por supuesto el de la identidad nacional no es un tema fácil o exento de problemas. La historia nos demuestra que una nación atraviesa siempre, en su devenir, divisiones internas, confrontaciones políticas, discusiones a veces insalvables. La confrontación inicial de los pueblos latinoamericanos fue la de sus etnías autóctonas con el invasor español o lusitano. Esa confrontación fue sin embargo generadora de una estirpe nueva, los criollos o mestizos americanos, que protagonizaron las gestas de su emancipación. En el trayecto se crearon minorías que, como lo señalaba Octavio Paz en sus agudas reflexiones de los años cincuenta, fueron desarraigándose tanto del tronco hispánico como de la raíz indígena.
Nuestras dirigencias del siglo XIX fueron europeizadas, y como sabemos proclives a considerar el pasado criollo como barbarie. Ya no es momento de reactivar el debate entre civilización y barbarie que puso en marcha Sarmiento con su ensayo sobre Facundo. Es un debate superado, que sin embargo sigue reactivándose en ocasiones, como cuando se quiso poner el nombre de Rozas a un tramo de la Avenida Sarmiento, en Buenos Aires. Creo que todos somos conscientes de que en la presunta barbarie popular es una cultura, una modalidad de nuestra cultura, e incluso de la inadecuada expresión desierto para designar el espacio autóctono, sobre el cual avanzaron las campañas de Mitre y Roca; acaso con mayor impiedad que los españoles.
A la confrontación federales y unitarios, que no era sólo política, siguió en el siglo XX la de peronistas y antiperonistas. El peronismo, continuador e ciertos aspectos del radicalismo irigoyenista, venía a dinamizar la cultura popular, sus símbolos y sus emblemas; se dio también la posibilidad de un aprovechamiento político de los ídolos populares.
Nuestros más importantes escritores han intervenido en esas polémicas, las han reactivado o han ayudado a superarlas. José Hernández representó, junto con otros escritores gauchescos, la respuesta de una cultura tradicional postergada ante la prepotencia excluyente del progreso. Lucio V. Mansilla, uno de los creadores de la prosa escrita argentina, franqueó los límites de la frontera para iniciar el reconocimiento de nuestros paisanos los indios. Luego vinieron Gálvez, Marechal, Arlt, Cancela, Borges, Cerretani, Filloy, Sábato, Di Benedetto, Moyano, Aparicio, Tizón, con sus diversas maneras de entreverar lo popular y lo ilustrado, lo ciudadano y lo rural, los lenguajes y símbolos de una ciudadanía que iba incluyendo a los más postergados, los pobres, los humildes de distintos rincones del país, así como a los inmigrantes y sus hijos, protagonistas de distintos momentos de la historia nacional.
Iba creciendo entre nosotros una cierta conciencia cultural, es decir una conciencia de identidad que sigue trabajando en la resolución de las contradicciones. Por otra parte la Argentina ya no es pensable sino dentro del conjunto de naciones con las cuales compartió la etapa colonial o indiana, (como me gusta llamarla siguiendo a Methol Ferré y a otros estudiosos). Paradojalmente, esas naciones fueron separadas entre sí luego de los tiempos de la emancipación. . Nuestra conciencia histórica nos conduce al proyecto de su reintegración, que es el de la Patria Grande, unida en las relaciones económicas, el comercio, la industria, las comunicaciones, las redes viales, las grandes represas, la explotación de todos nuestros recursos, pero muy especialmente en la cultura y en la educación.

Reconstruir la cultura nacional

Ya es un lugar común hacer el diagnóstico de la situación mundial. América Latina vive la hora de su crisis más profunda, y ésta se ha agudizado en la Argentina. Políticos y economistas barajan las soluciones posibles, y éstas llegarán de un modo u otro, como la historia lo enseña. Son menos los que se preocupan por la salud espiritual del pueblo, y éste es un tema cultural.
La cultura, no codificada en ninguna parte, es sin embargo reconocible como un conjunto de bienes, creaciones y símbolos que dan sentido a la vida de la comunidad. Nuestra cultura ha sido dañada en sus bases éticas y espirituales.
Es tarea de educadores, intelectuales y artistas dinamizar la cultura, pero también lo es de las dirigencias políticas absorbidas por problemas económicos. El arte salvará a la comunidad, afirmó Dostoievsky desde una profunda intuición, que creo extensible a toda creación o manifestación cultural, estética, religiosa o científico-técnica que se ponga al servicio del hombre. Incluso los ritos populares pueden quedar como manifestaciones aisladas cuando no se recoge su significación salvífica para toda la comunidad.
La hora, sin duda, exige atención a los problemas elementales de la supervivencia y la salud, pero conviene recordar que la salud es un bien integral, y pasa por la dignificación de la cultura. Es necesario crear una conciencia cultural, una nueva atmósfera de vida que permita reconstruir nuestra decaída identidad nacional y latinoamericana. Las grandes metrópolis no son el mejor ejemplo de homogeneidad o claridad ; creo por mi parte en la provincias como reserva, sin caer en una concepción puramente folklórica de la cultura. (Pensemos en aquellos conceptos de tradición acumulativa y novedosa dinamización de que hablaba el filósofo Hans Georg Gadamer definiendo la importancia de una tradicición histórica. )
Pensar la Argentina actual es doloroso; es enfrentar una dura realidad de hermanos que carecen de los bienes elementales de la vida, y de otros que han perdido la dignidad y los valores simplemente humanos, y avizorar al mismo tiempo el crecimiento de sectores indiferentes, volcados a la obtención de riquezas por medios no siempre claros. Hay motivos para la tristeza y la rebeldía. Pero también hay otros aspectos que observar: trabajo, creatividad, solidaridad, una Argentina que reconstruye a pesar de la crisis, que se reconoce a sí misma y alienta una esperanza.
Los pobres, cuando no caen en la miseria y la degradación, se refugian en la fe y buscan alternativas de vida. Los ilustrados alcanzan a veces el consuelo del arte, la filosofía, la ciencia, y despiertan en ciertos casos a la responsabilidad y la solidaridad, que es propia de la cultura popular.
Estimo que es preciso trocar la rebeldía en gestos de reparación social, y el desaliento en reflexión.En esta última dirección se impone, como alguien dijo, pensar en grande. Los sucesos mundiales están cambiando las relaciones entre países; es visible la conformación de bloques continentales que defienden su cultura, sus intereses, su destino sobre la tierra.
Más allá de la corta mira eleccionaria, estoy convencida de que es preciso incentivar el cuidado de la educación y la cultura. Es más, la educación debería ponerse al servicio de la cultura, legitimando la continuidad de nuestros legados con el necesario aggiornamiento técnico, que acompaña como en otras ocasiones históricas el devenir del mundo. No podemos perder de vista que somos una cultura nueva, amasada en el encuentro de pueblos de Oriente y Occidente, tendida hacia un protagonismo histórico que sin duda viviremos, o vivirán nuestros descendientes. .
La madurez cultural de un pueblo se mide por el reconocimiento de su propia identidad. Ese momento está llegando, felizmente, para nuestros pueblos azotados por todo tipo de flagelos y carencias.
Pese al estado de conflicto en que nos vemos sumidos, el rumbo de la dirigencia política debería acercarse al desarrollo de una filosofía situada, un pensamiento latinoamericano abocado al rescate pleno de nuestra originalidad cultural y a la rectificación de las pautas educativas.
Fuente: mpargentino.com.ar

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