Un extendido consenso entre quienes estudian la opinión pública señala que, desde mediados de 2008, la imagen del matrimonio Kirchner acumula índices muy elevados de rechazo. Si bien en las últimas semanas ha habido variaciones en esa percepción, no llegan a modificar un fenómeno central: una franja mayoritaria de la ciudadanía manifiesta síntomas de enojo y hartazgo muy pronunciados frente a nuestros gobernantes.
Aun cuando la ilusión de la solución golpista se haya, felizmente, desvanecido, sigue estando allí uno de los factores principales que la alentaban: la sociedad acumula una masa inconveniente de fastidio con las sucesivas administraciones, que han llevado a varias de ellas a perder las riendas de la gobernabilidad. Les sucedió a las de Raúl Alfonsín, Fernando de la Rúa y Adolfo Rodríguez Saá, que debieron abandonar el poder antes de lo previsto. Otros líderes pudieron completar el período legal, envueltos en un repudio generalizado. Es lo que le sucedió a Carlos Menem y lo que, como indican las encuestas, les está ocurriendo a los Kirchner.
La reiteración de una condena implacable de los gobiernos que se suceden, aunque esté justificada en la bajísima calidad de esos gobiernos, es la señal de un desequilibrio. Ese enfado es la otra cara de lo que, un tiempo antes, fue fascinación. La demonización actual es simétrica de un encantamiento anterior.
Esos sentimientos contrapuestos expresan una relación inmadura de la sociedad argentina con quienes ejercen el poder. Esa inmadurez se expresa, en la fase positiva del ciclo, en una transferencia de poder desmesurada hacia quienes recién se instalan en el gobierno. Sucedió con Menem y sucedió con Kirchner. Al poco tiempo de estar gobernando, buena parte de la opinión pública quiso ver en cada uno de ellos al redentor que solucionaría casi todos los males y la vendría a emancipar, por fin, de sus largos padecimientos.
Está en la lógica de ese vínculo que, cuando comienzan a aparecer las dificultades, el embeleso se transforme en frustración. Aquel a quien se podía imputar todo lo que había de bueno pasa a ser el depositario de todo lo malo. Sería hipócrita ocultarlo: el carácter mesiánico de los liderazgos que se generan a menudo en la Argentina está respaldado por esta concepción paternalista, y por lo tanto infantil, que muchísimos argentinos tienen de la representación política.
La caída tan frecuente del electorado en situaciones de irritación con quienes gobiernan tiene consecuencias lamentables. Una de ellas es que empobrece también la calidad de la oposición. Quienes aspiran a ocupar el poder se tientan con la vía rápida que les ofrece la pésima imagen de quienes ocupan la administración. Basta con exaltar, en el borde de la demagogia, la exasperación de la opinión pública, para acumular un prestigio fácil y, muchas veces, infundado. Si quien está en el gobierno despierta con facilidad la cólera de los votantes, quienes aspiran a reemplazarlo pueden sentirse eximidos de tener que argumentar, ofrecer programas, planificar estrategias. Alcanza con agitar el malhumor. Los ciudadanos pueden caer en el error de pensar que quienes se oponen al demonio son, por eso solo, ángeles.
Esta dinámica afecta de la peor manera los procesos sucesorios. Cuando las sociedades ingresan en trances de fastidio insoportable respecto de quienes vienen conduciendo los asuntos públicos, terminan convirtiendo a las elecciones en momentos catárticos. Desplazar al que está en el poder es como despertar de una pesadilla. Esta forma de escoger a los representantes no podría ser más inconveniente. Su vicio radica en que se comienza a votar con un criterio retrospectivo. Pesan más los rasgos irritantes del que se va que la calidad del que se coloca en su reemplazo.
Las comunidades que, una y otra vez, seleccionan de ese modo a sus gobiernos, están condenadas a sumergirse de nuevo en profundos estados de decepción. El pasado inmediato se convierte en una cadena que impide pensar el futuro.
La Argentina ya eligió de este modo a dos de sus gobiernos recientes. En 1999, la Alianza y Fernando de la Rúa llegaron a la Casa Rosada barrenando sobre la inmensa ola de impopularidad de Carlos Menem. En 2003, Néstor Kirchner conquistó la presidencia con un escuálido 22% de los votos gracias a que Menem mismo no se presentó para una segunda vuelta. La indignación con Menem podía estar justificada. Pero eso no debería hacer perder de vista que, por culpa de ese odio, los argentinos les entregaron el timón a dos tripulaciones a las que apenas habían examinado.
Hay muchos indicios de que el país se encamina a una tercera encrucijada electoral regida por esa misma negatividad. El enfático castigo que merecen los Kirchner por sus muchas y graves desviaciones no debería evadir a la sociedad de la responsabilidad de mejorar los criterios con los que elige a sus gobiernos.
No se trata de exculpar al poder. Pero sus pecados no deberían eximir a quienes rivalizan con él de constituir, además de una oposición eficiente, una alternativa aceptable.
Fuente: Editorial - lanaciòn.com
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