Fractura urbana: dos palabras que, como sucede con toda fórmula lograda, presentan la ventaja de decirlo todo con la mayor brevedad y el peligro de reducirlo todo a una suerte de cifra en la que la realidad, siempre más ancha, no halle cabida.
El informe publicado por ese foro no puede ser más alarmante: mientras que la mitad de la población del planeta vive ya en las ciudades, la mayoría de esa población urbana no puede satisfacer sus necesidades elementales, en tanto que una minoría goza del progreso económico y social.
"Los esfuerzos tendientes a reducir la cantidad de habitantes de los tugurios no son ni satisfactorios ni suficientes", dice el informe. La ironía del caso es que 227 millones de pobres han logrado salir de sus tugurios entre 2000 y 2010, pero que, por otro lado, si en 2000 había 776 millones de personas que vivían en villas miseria -para llamarlas a la argentina-, este año la cantidad se eleva a 830 millones, según los cálculos más prudentes, y a mil millones, según los más audaces.
Pero prudentes y audaces coinciden en admitir que el fenómeno aumenta a la velocidad del rayo, sobre todo en América latina, donde Brasil se lleva la palma en materia de desigualdades, pero también en países tan resueltamente emergentes, o ya emergidos, como la propia India. Las villas de Bombay dejan a nuestro José León Suárez y a sus horrendos basurales a la altura de un poroto. Un dato que echa drásticamente por tierra la idea de que el crecimiento, al generar riqueza, genera trabajo y bienestar para todos.
Lo cierto es que nuestras sociedades están lejos de crecer con armonía, lo que conduce a preguntarse (y los "decrecionistas" se lo preguntan, para mí con razón) si el crecimiento desmedido no engendra miseria sin medida.
Este populoso encuentro de la ONU ha reconocido por primera vez el "derecho a la ciudad", tal como fue concebido por el sociólogo marxista francés Henri Lefebvre, hoy revalorizado tras años de olvido.
¿Qué significa ese derecho ? La ciudad es el corazón de la insurrección estética contra lo cotidiano, sostenía Lefebvre. El urbanismo, decía, no tiene en cuenta la "necesidad de lo imaginario", es decir, de un espacio público creado por los propios habitantes, por oposición al espacio comercial, que sólo imagina lo que el bolsillo ordena.
Después de Lefebvre, que la formuló dos meses antes de Mayo del 68, en Francia, la pregunta fue reformulada en 1996 por la Unesco: "La ciudad, ¿para qué y para quién? ¿A quién pertenece la ciudad, de quién es la ciudad?", y en 2002 por la Fundación Heinrich Böll.
Aunque todos estos estudios de la vida urbana marquen claramente la diferencia entre las ciudades del Norte, competitivas y con una segregación social entre ricos y pobres "avalada por cierto consenso social", y las del Sur, donde los pobres se ven condenados a un hacinamiento indigno, el derecho a la ciudad tal como ellos lo consideran no incluye sólo el derecho a la vivienda, la alimentación, la educación, la salud y el transporte, es decir, el derecho de acceder a algo que ya existe y de que los otros gozan, sino el derecho a conquistar un territorio y a transformarlo volviéndolo "un espacio de relaciones". Derecho a la creatividad, a la belleza, al placer y al "bienestar moral". Todo lo cual, en definitiva, se acerca a esa célebre noción evocada por el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz en términos de "felicidad". Una noción económica que sobrepasa lo rentable y que ha sido adoptada, por lo menos verbalmente, por dirigentes de características tan diferentes como Nicolas Sarkozy y Cristina Kirchner.
El adverbio de modo, "verbalmente", tiene que ver con lo que sigue. Los múltiples debates del coloquio, todos muy justos y muy atinados, tuvieron la desventaja de dejar fuera del concurso a los auténticos protagonistas de la historia, los habitantes de las villas, o las favelas, o como se guste llamarlas.
Un olvido pronto subsanado por estos mismos habitantes en busca de visibilidad. Ellos, en un galpón en desuso, a sólo 300 metros del Foro Urbano Mundial, inauguraron extraoficialmente su propio encuentro, el Foro Urbano Social.
"Los gobiernos, los expertos y las organizaciones internacionales se hablan entre ellos -explicaron sus organizadores-. Nosotros les permitimos a quienes lo deseen venir a escuchar a los vecinos de las favelas y a debatir con la sociedad civil, pero esta vez de veras."
Los congresistas del mundial no se hicieron rogar (cosa muy comprensible, si se tiene en cuenta el infinito sopor de esas reuniones, en las que, en efecto, cada universitario se dirige a otro universitario y cada dirigente a otro dirigente, todos ellos equipados con sus auriculares para escuchar la traducción de los discursos, que les dan aspecto de coleópteros, y todos utilizando una jerga privada bastante más difícil de traducir) y se fueron caminando las tres cuadras hasta el Foro de al lado.
Allí había exposiciones, literatura alternativa, venta de artesanías y mesas redondas. En una palabra: todo lo que Lefebvre llamaba la "insurrección estética" al alcance de la mano.
La nota de Le Monde en la que me baso para este relato no aclara lo que pensaron esos congresistas, aburridos de darle a la sin hueso, sin contacto con la gente de verdad ni solución a la vista, al sacarse los auriculares, bajarse de la nube y toparse de bruces con el Foro real. Pero es posible imaginarlo.
Independientemente de cuánto los vecinos de las favelas hayan podido decirles, estoy segura de que sólo con verlos habrá bastado. No es que a la pobreza le falten palabras: es que, además de palabras, tiene una presencia ensordecedora, una tremenda dosis de existencia que hace las veces de lenguaje.
Un pequeño ejemplo para ilustrar la idea. Mientras escribo estas líneas veo por la ventana a una señora mayor, de campera negra (por la noche se encasqueta la capucha hasta los ojos), que desde hace unos días ocupa un espacio intermedio entre el público y el privado: la entrada exterior de un edificio de departamentos. Está sentada en un banquito, día y noche, sin acostarse, cabeceando en su sitio (lo sé porque, insomnio mediante, vivo espiándola), con las zapatillas bien puestas una junto a la otra y los pies apoyados sobre un cartón limpito. No recibe dinero (esto también lo sé porque me dejó con el billete en la mano, repitiendo con energía "de ninguna manera"). Supongo que los copropietarios y el portero que aceptan su intrusión, aunque a medias, sin permitirle invadir el espacio donde el viento sopla menos, le pasarán un plato de comida. Impecable, digna, oscura y quieta, como si hubiera decidido morirse allí con una voluntad a la que nadie puede oponerse, esta señora inmóvil vale por todas las estadísticas alarmantes y todos los discursos. Es una imagen poderosa capaz de mover las cosas más allá de los guiños entre ministros, intendentes, funcionarios, investigadores o empresarios autosatisfechos y bienintencionados, tales como los que asistieron, con mil perdones, a este Foro mundial.
Es cierto que, entre una persona concreta y una buena fórmula, un congreso que se respete nunca elegirá a la simple persona. Pero felicito a los del Foro Social por su invitación a mirar la realidad con sencillez y con sentido común. Le Monde tampoco aclara lo que manifestaron los habitantes de las favelas al enfrentar a los fugitivos del coloquio oficial. Sin embargo, no dudo de que más de uno se habrá dicho para su coleto: "Con lo que se gastaron en pasajes y hoteles para 20.000 delegados, hubieran podido remediar parte de lo mismo que dicen querer solucionar". La pobreza, además de expresarse por mero acto de presencia, necesita mucho menos de lo que en general, con honestidad o sin ella, suele pensarse. (Una de las contribuciones realmente interesantes al Foro Mundial fue la de una delegada que denunció la apatía de los gobiernos, y agregó esta frase alucinante: "Muchos sacan provecho de la existencia de las villas de emergencia".) Acaso la reacción apropiada, más modesta pero más efectiva, ante la oleada mundial de la miseria, consista en no dejarse apabullar por los millones requeridos para resolverla y por los millones de nuevos pobres que inundan el planeta. Pensar en tanta plata y en tanta gente junta puede volverse un excelente pretexto para no darle una mano ni a esa dama de negro, encarnación misma de un mundo fracturado, que se muere quietita sobre su banco, ahí, en la vereda de enfrente.
Fuente: lanaciòn.com
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