Después del #Ni una menos y las adhesiones que despertó entre candidatos en campaña, sólo la falta de voluntad política puede explicar que aún el Estado no avance en la aplicación de la ley y en un plan de acción coordinado.
"Abuelo, te presento a Matías, mi novio", dijo la chica. El señor (camisa a cuadros, pelo blanco peinado para atrás) estiró la mano, pero ni así logró evitar que el chico le diera un beso en la mejilla, al grito de "¿Qué tal, abuelo?" Fue, como todo, un instante. Un soplo apenas en medio de una marcha llena de voces, de caras, de gente. A la concentración #Ni una menos, el 3 de junio pasado, yo fui con mi hijo de diez años, pero la verdad es que todas fuimos con todos: amigos, padres, hermanas, hijas, sobrinos. Sólo frente al Congreso, estimó el SAME, había casi medio millón de personas. Pero de las muchas escenas de ese día histórico (y por lógica ya fuera del tiempo, y subido ya a esa otra clase de cronología en donde todas las frases comienzan con "Yo estuve el día que"), me quedo con ésa de la presentación del novio al abuelo, del abuelo al novio. Porque eso, precisamente eso, fue la marcha: presencia por amor. Más allá del enojo, del dolor, de la obvia indignación por la sangría de muertas, fuimos todos a decir cuánto nos importan todas. Las muertas, sí. Pero sobre todo, las vivas. El abuelo y el novio de esa chica estuvieron esa tarde allí por ella. Para ella. Porque la "una" de la consigna que hizo del reclamo disperso una columna (el tan mentado #Ni una menos) era precisamente ella. Y todas, y cada una, estuviéramos o no ese día en la plaza.
Fue emocionante, claro. Terriblemente emocionante. El punto es que ya en ese momento no pocos nos preguntamos en qué terminaría todo aquello. ¿Hablaría alguna autoridad para tomar la posta de la marcha? ¿Alguien de las decenas de políticos que se habían sacado la foto con el cartelito se haría cargo de aquello de que mejor que decir es hacer? Por lo pronto, y al rato de volver a casa, el primer bombazo: en la provincia de Corrientes, mientras estábamos en la marcha, un hombre había apuñalado a su hija de 16 años y atacado también a su esposa. La realidad tiene esas cosas: es el tío borracho que siempre se encarga de arruinar hasta la mejor fiesta.
Y en este caso vino a recordarnos que la marcha aquella era, como mucho, el principio de algo. Ahí, además, estaban los números: una muerta flamante cada treinta horas, media docena de provincias que todavía no adhirieron a la denominada ley contra la violencia de género (la 26.485), un presupuesto para la implementación de esa norma que fue encogiéndose año tras año y algunas otras cifras que -si no gotearan sangre- hasta podrían llegar a ser graciosas. Por caso, que el Estado argentino (según se consigna en el documento "Deudas pendientes en la eliminación de la violencia contra las mujeres", presentado en marzo de este año) "invierta" 80 centavos por mujer en cuidarnos. Ni un solo peso. Ni un maldito y pobre peso. "¿Y sabés de cuánto es la ayuda económica para una mujer en situación de violencia que se tenga que ir de su casa en la provincia de Buenos Aires? Mil pesos. Por eso, a los candidatos que dicen preocuparse por el tema también hay que preguntarles cuánto piensan invertir en resolverlo", dice Natalia Gherardi, directora del Equipo Latinoamericano de Justicia y Género (ELA).
Con todo, la marcha -por algunos días, por lo menos- ofició de timbre del recreo: varios de los funcionarios que estaban durmiendo plácidamente sobre sus escritorios parecieron despertarse de golpe. Y salieron, en tropilla, a anunciar cosas. Se lanzó pues la Unidad de Registro, Sistematización y Seguimiento de Femicidios, y también desde la Corte Suprema hubo novedades con el anuncio de la creación de un Registro de Femicidios de la Justicia. La cifra de llamadas al 144 (la línea gratuita para víctimas de violencia), por su parte, se multiplicó por ocho. Desde entonces, sin embargo, muertas, atacadas y desaparecidas siguieron llegando. Una portera se "desvaneció" en el aire en Pehuen Có. A una chica la apuñalaron en la cabeza. A otra la asesinaron en Córdoba, previa tortura. Sólo en esta última semana, a dos más les prendieron fuego. Y seguramente cuando alguien esté leyendo este renglón, ya habrá algún otro "caso" más, movilizando a los movileros.
¿Por qué? ¿Por qué nada de lo hecho hasta ahora -ni una ley, ni una marcha, ni tanta declaración de circunstancia y posando con cara de prócer al lado del dibujo de Liniers- parece haber logrado algo parecido a un descenso en los ataques? Tal vez, porque una buena ley sin presupuesto (y la 26.485 claramente lo es) se convierte casi en una mala. O porque una buena ley implementada a medias (y la 26.485 también lo es) pasa a ser una ley pour la galerie, ideal para tranquilizar "buenas conciencias", pero inútil de toda inutilidad a la hora de prevenir los ataques, primero, y de frenar a los agresores, después. Tres condenas por femicidio en seis años son todo un dato. Femicidas que (como José Arce) conviven con los hijos de la mujer a la que asesinaron, son otro. Huérfanos cuyo sustento recae sobre abuelos o tíos luego del crimen de sus madres, son otro más. Un Estado que como mucho se limita a repartir botones antipánico como si fueran estampitas de San Cayetano es también otro dato que suma a una lista interminable.
"La marcha fue importante, pero con eso no basta", comenta Melina Páramo, coordinadora nacional del Consejo Latinoamericano de Mujeres (Cladem), una de las 27 organizaciones que el 3 de agosto alertaron sobre la falta de un plan de acción nacional para erradicar la violencia de género. Ese plan, valga la aclaración, está previsto en la ley y debe ser implementado por el Consejo Nacional de Mujeres (CNM). "Los organismos le enviamos a una carta a su directora, para hacerle saber que queríamos conocer cuál es ese plan y en qué punto de su ejecución estaba. Jamás nos contestaron", cuenta Páramo. La sensación, escuchando esta clase de historias, leyendo las sentencias, revisando los números, es siempre la misma: que la violencia de género, en realidad, no le importa a nadie. Por lo menos a nadie con capacidad real de hacer algo al respecto. La casi total ausencia del tema en boca de los candidatos y de los funcionarios refiere lo mismo. Y como no se trata de un tema central, no se lo mide, no se lo discute en las escuelas, no se capacita a los funcionarios (los cursos al respecto suelen ser optativos), no se sanciona al agresor, no hay siquiera un plan integral y coordinado para encarar la cuestión. Las víctimas a la deriva hablan de eso: de lo poco que importan estas cuestiones. Pero semejante desdén habla también de algo mucho más inquietante que los malpensados de siempre (entre los que me incluyo) ya sospechábamos aquel día en la plaza. "Somos un montón, sí. Pero los que definen esto no somos los que estamos aquí."
Porque es justamente en ese falaz cruce de mundos (de la plaza rebosante, que es lo público, a la casa vacía, que es lo privado) en donde se comienza a perder la medida de todas las cosas. Porque la violencia sexista no es un "asunto de familia", no se "arregla en la cama" (como le ha dicho la policía a una mujer tras la paliza de su novio), no es "una cuestión de pareja". Es un asunto público y una cuestión de Estado en tanto y en cuanto cercena brutalmente los derechos de quienes la padecen. Porque, ¿qué clase de ciudadanía es esa que tengo si no puedo salir a la calle, vestirme como quiera, decidir si trabajo o no? ¿Qué clase de garantías me da ese candidato capaz de sentenciar: "A todas las mujeres les gustan los piropos, así les digan: «¡Qué lindo culo que tenés!»"? ¿Qué ejemplo esos diputados denunciados por golpeadores? ¿Qué clase de igualdad ante la ley me ofrece una Justicia capaz de analizar en un fallo el color de la ropa interior de la víctima? Las mujeres, a no engañarse, seguimos caminando solas. Que la plaza del 3 de junio fue un logro enorme ni duda cabe. Pero mientras el tema siga siendo para muchos mera cuestión de corrección política, el final está demasiado lejos. Y el camino por recorrer todavía es largo, muchachas.
Fuente: lanacion.com.ar
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