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Por David Brunat
Las víctimas no quieren ni oír hablar del tsunami. La gente duerme con cartones y mantas.
El mundo entero todavía se sobrecoge al ver las imágenes del tsunami, y sin embargo las víctimas de su furia ni siquiera saben qué ha pasado. Ese es el caso de Oarai, una localidad pesquera al sur de la provincia de Fukushima. Desde que el coletazo sur de la enorme ola lo arrasara todo centenares de metros tierra adentro, nadie ha podido tener acceso al suministro eléctrico, y por supuesto tampoco a la televisión. Por eso, aquí nadie sabía hasta ayer que pueblos como Minamisenriku han desaparecido del mapa, o que la provincia de Miyagi se parece hoy más a una laguna gigantesca que a una tierra habitable.
Con el retorno de la electricidad a algunos puntos concretos de la aldea, unos pocos afortunados pudieron comprobar que la magnitud del desastre en el país es mucho mayor de lo que nunca hubieran imaginado . “La gente todavía está en estado de shock, no quieren hablar del tsunami, se ponen demasiado nerviosos”, advierte uno de los voluntarios que reparte caldo con fideos a los habitantes. Centenares de familias perdieron sus hogares y casi todas sus pertenencias, y ahora pasan los días aquí, algunos tratando de mantener el humor charlando con los vecinos, otros simplemente con la mirada perdida en el infinito. “Lo más importante ahora es mantener su salud psíquica, eso es mucho más grave que las heridas por los cascotes que provocó el tsunami”, asevera uno de los médicos del Equipo de Asistencia Médica para Desastres de Japón desplazados al lugar.
Hay muchos ancianos y unos cuantos bebés en brazos de sus padres, que intentan entretenerles como pueden. No es fácil. En su huida tuvieron que dejarlo todo atrás, desde la comida para los pequeños hasta los pañales y los juguetes. Hoy, por supuesto, es imposible encontrar nada de eso en Oarai. Peor lo están pasando los ancianos, muchos de ellos desamparados que carecen de cuidados básicos. Casi todos se desparraman entre los cartones y mantas, hablando, meditando, algunos todavía sollozando.
En el puerto, decenas de hombres tratan de recuperar las barcas volteadas, el material de pesca enmarañado y roto. En definitiva, rescatar algo de lo que hasta hace cuatro días era su vida y su sustento. Un grupo de 10 personas trata de levantar una lancha totalmente volcada con la ayuda de una grúa. Suerte ha tenido el pueblo de tener un puerto y, con él, un espigón. Esa fue la clave para que Oarai no se convirtiera en una ciudad totalmente arrasada como sus vecinas. La ola perdió parte de fuerza al tocar la protección del puerto y sólo engulló las primeras lÌneas de viviendas.
“De momento tenemos comida y agua, así que la situación no es alarmante. Espero que el gobierno pueda ayudarnos en los próximos días”, indica un joven sin soltar su plato de sopa. A pesar de encontrarse a menos de 100 kilómetros de la central nuclear de Fukushima, pocos piensan aquí en el peligro de una catástrofe atómica. La necesidad inmediata de cobijo y alimento es, de momento, mucho más fuerte. “¿Que llegue la radiación hasta aquí? No lo creo. Estamos muy lejos de la central y las cosas están bastante controladas”, explica un evacuado, que está especializando su carrera precisamente en energía atómica. Incluso la autoridad local asegura que no dispone de un plan de evacuación nuclear, dando a entender que a ellos no les afectaría. Mientras, una joven embarazada se reconoce “muy preocupada” por las posibles consecuencias de la radiación en su bebé.
En un lateral del centro cultural de Oarai, hogar improvisado para las centenares de víctimas de la zona, dos camiones cisterna del ejército rellenan con agua las botellas que la gente les va trayendo. De no ser por su asistencia, centenares de pueblos y cientos de miles de personas estarían hoy ante un grave riesgo de deshidratación.
Lo que no pueden remediar las fuerzas de rescate es la escasez de combustible que está afectando cada vez a más personas.
En las pocas estaciones de servicio que aún siguen funcionando hay largas colas de coches para cargar nafta, y no todos lo consiguen. Lo peor es que eso mismo ocurre también en Fukushima, donde miles de personas están varadas sin poderse mover por carretera, agotados ya los depósitos de sus vehículos. Si se produjera una explosión nuclear, toda esa gente no tendría ni la opción de intentar huir.
En el extremo norte, los dramas personales siguen surgiendo a medida que los rescatistas consiguen acceder a los lugares más remotos. Las imágenes que llegan desde allí transmitidas por las cadenas de televisión japonesas son tan apocalípticas como las del primer día. Sobrevivientes que llevan tres días aferrados a un tejado llevado a la deriva por el mar, gente deambulando con el agua por las rodillas totalmente desorientada, nuevos cadáveres a cada paso, casas, coches y mobiliario urbano de todo tipo convertidos en una especie de masa deforme.
Las autoridades japonesas han evacuado ya a 600.000 personas entre víctimas del terremoto, del tsunami y del peligro nuclear. 183.000 corresponden a población afectada por las radiaciones. El gobierno ya ha repartido 230.000 unidades de yodo entre todos los centros de evacuación para tratar de evitar la aparición de cáncer de tiroides, que fue la principal enfermedad de las víctimas de Chernobyl, aunque todavía no han sido plenamente distribuidas.
En medio de la alarma nuclear y la falta de víveres, los habitantes de la costa siguen pendientes de la alta posibilidad que se produzca un nuevo terremoto por encima de los 7 grados en la escala de Richter como muy tarde mañana. Los expertos cifran en un 70% las opciones de que eso ocurra. Si realmente se llega a producir, el fantasma de un tsunami volverí a planear sobre Japón.
Fuente: clarin.com
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