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por Toni Chumillas
En este periodo de balances, es necesario constatar el regreso del anatema de “populista”. No pasa...
una semana sin que un comentarista califique a este o ese de “populista”. Se encuentra en todas las revistas, los dirigentes europeos la esgrimen para amordazar las críticas contra a los impopulares planes de rigor, y hace poco se invocó para justificar el proyecto de puesta en marcha del referéndum a iniciativa popular : popular, sí, pero sobre todo nada de populista !!. Más preocupante es cuando lleva al presidente socialista del consejo regional a declarar que Jean-Luc Mélenchon sería peor que Le Pen. El anatema aquí se convierte en amalgama.
El epíteto de populista busca desde siempre a su objeto. Pertenece a estas palabras comodín que abundan en la política espectáculo. Todo el mundo la cita pero nadie dispone de una definición adecuada. Es más polémico que descriptivo y permite poner en el mismo saco a demagogos y demócratas. Al calificar a alguien como populista se quiere designar a aquel que, por demagogia, disfruta con el miedo del pueblo y se apoya en la masa para llegar al poder. Pero el miedo también es propio de las élites, quienes nunca llegan a confiar en el pueblo. En esto reside toda la ambigüedad de nuestro régimen, que constitucionalmente quiere unir democracia y republicanismo. A un nivel más profundo, hay un prejuicio antidemocrático duro de pelar en teoría política : el pueblo da miedo.
Desde la antigüedad, Platón y Aristóteles le niegan cualquier competencia política. Platón, en “La República”, nos muestra el retrato del demócrata como objeto de deseos sin fin, incapaz de someterse a una decisión racional. Aristóteles, en su célebre tipología de regímenes políticos, clasifica la democracia en el nivel de regímenes desviados, temiendo que el pueblo, o sea la gran mayoría, se alce frente a la minoría de los más ricos y excelentes. En esta partida de cartas ya está en juego la oposición entre el pueblo y las elites. Se podría pensar que la modernidad iba a alterar este orden, pero la realidad es más compleja. Cierto, Rousseau ha visto muy bien lo que había de revolucionario en Maquiavelo : el pueblo humilde de los Ciompi (1) a veces juega un rol destacado. Y Maquiavelo es, para él, el más grande entre los republicanos. Se cierra paréntesis. Los fundadores del Estado moderno mantienen al pueblo en el oprobio, como Jean Bodin (2) que, introduciendo, en 1576, el concepto de soberanía, no dio tregua hasta que la democracia fue imposible e impensable. Según él, el pueblo se reducía al “populacho que debe ponerse en fila a palos”.
La era de las revoluciones, de Estados Unidos a la Revolución francesa, no cesa de prolongar estas tensiones entre la aspiración al orden y el temor al pueblo. Los “Federalist Papers” (3) : publicados con motivo de la promulgación de la Constitución de Estado Unidos, lo dejan claro. Se trata de rechazar la tiranía de la democracia.
A partir de entonces todas las críticas a la Revolución francesa se realizan a este nivel. Una larga tradición antidemocrática en Francia encuentra reivindicación precisamente en el argumento traído por Tocquevile, de vuelta de Estados Unidos.
Durante los años 60, algunos teóricos liberales se creyeron en el deber de promover una tesis : la supervivencia de la democracia liberal supone una forma de apatía política de las clases populares. Esta tesis se desarrolló sobre todo en el mundo anglosajón, aunque en Francia llevó a Aron, autor de referencia tanto para los liberales de derecha como los de izquierda, a tesis que ya nadie apoyaría, afirmando incluso que hay un origen “genéticamente” determinado a ser o no competente. Textos que ya muy pocos citan en la actualidad. Contra la defensa de la apatía y la promoción de las élites competitivas, el historiador Moses I. Finley recuerda que, para los antiguos griegos, los problemas políticos no eran tan complejos. Los dirigentes eran escogidos por sorteo, considerándose a todos aptos para ejercer su ciudadanía y discutir las leyes sobre un fondo de igualdad perfecta.
Lo que ocurre es que la élite, antes conocida como aristocracia, tiende siempre a justificar su competencia en exclusiva denunciando el abandono del pueblo y de los que podrían aprovecharse. Esto equivale a olvidar la lección de la Ilustración, aquella de Kant, más republicano que demócrata a pesar de todo. “Después de volver tonto al ganado y de haber tomado precauciones para que estas pacificas criaturas no tengan permiso para dar el menor paso mas allá del recinto donde están encerradas, se les muestran todos los peligros que acechan si se atreven a aventurarse solas al exterior. Ahora bien, en realidad este peligro no es tan grande, ya que finalmente podrían aprender sin problemas a avanzar, después de unas cuantas caídas”.
Confiar en el pueblo hoy en día consiste menos en lanzarle anatemas que en preguntarse por qué una proporción cada vez mayor no se reconoce en sus representantes. Más que temer al pueblo sería necesario apostar por su mayor implicación, dándole los medios para participar en las decisiones, en su elaboración. La democracia participativa, si ella no se convierte en un mero plebiscito del mandato, puede constituir una vía.
A menos que la crisis no sea más profunda, y sea necesaria una refundación de la base constitucional y social. ¿No era este precisamente el proyecto de la Comuna de París que, hace ya ciento cuarenta años de ello, intentó una primera experiencia de gobierno popular ?
Notas de traducción :
(1) Ciompi : La revuelta de los Ciompi fue un levantamiento popular que aconteció en Italia en el siglo XIV. Maquiavelo describe la revuelta en su “Historia florentina”.
(2)Jean Bodin (1529/30–1596) fue un destacado intelectual francés que contribuyo a la formación de la teoría política del absolutismo.
(3) Federalist Papers. Publicados en 1788, fueron un conjunto de 85 artículos que defendían la ratificación de la constitución de los Estados Unidos.
Fuente: humanite-en-espanol.com
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