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por Juan Carlos Vega (Presidente de la Comisión de Legislación Penal de la Cámara de Diputados de la Nación)
Se impone un cambio en la política criminal del Estado, por medio del que se desplace...
el peso del castigo legal de los delitos de la pobreza hacia los delitos del poder. La presidenta Cristina Fernández ha decidido crear un Ministerio de Seguridad. Y tiene razón cuando dice que la seguridad no se contradice con los derechos humanos. Lo que no nos dice es que los derechos humanos sí se contradicen con la corrupción y no son creíbles en una sociedad en la que el 30 por ciento de sus habitantes vive en situación de pobreza.
El Estado argentino está perdiendo la batalla contra la inseguridad ciudadana. Las “leyes Blumberg”, sancionadas por un Congreso atemorizado, de nada sirvieron.
En Villa Soldati, la violencia social aparece como avalada por el Estado. Ciudadanos que luchan por sus derechos económicos y sociales versus ciudadanos que pelean por sus derechos de propiedad y por el uso legal de un espacio público. Y todo sucede frente a un gobierno que siempre declaró que había que devolverle poder al Estado.
Seguridad, pobreza y corrupción. Veamos, entonces, cuál es el contexto actual:
1) El 30 por ciento de nuestros compatriotas vive en la pobreza. El coeficiente de Gini –que se utiliza para medir la desigualdad en los ingresos de una sociedad– nos coloca más cerca de Haití que de Dinamarca. En la Argentina, el decil (10 por ciento) más rico percibe 32 veces más que el decil más pobre.
Evita fue la abanderada de los humildes. Y Cristina se equivoca si pretende serlo de los pobres. Los humildes de 1945, 20 años después fueron la clase media argentina. Los pobres que dejó el cataclismo de 2001 siguen siendo pobres en 2010. Ha nacido una “cultura de la pobreza” y, como tal, zona de fragua de los delitos de la calle.
2) En los registros de Transparencia Internacional (que mide la corrupción), la Argentina figura en el puesto 106 entre 178 países. Estamos en el cuadro de honor. Y debe saberse que la corrupción es un delito del poder, que nunca beneficia a los pobres. En la Argentina, carece de castigo legal y, lo que es más grave, carece de condena social.
No debiéramos descartar una candidatura electoral de Ricardo Jaime. Debe saberse que hoy están habilitados para ejercer cargos públicos los ciudadanos con obscenos crecimientos patrimoniales personales o de sus familiares, logrados en la función pública. Tiene estado parlamentario un proyecto de ley de mi autoría que exige a los candidatos declarar sus “evoluciones patrimoniales” desde el primer cargo público, en lugar de la inútil declaración jurada de bienes.
Es fácil entender la trágica relación que existe en la Argentina entre pobreza, impunidad de la corrupción e inseguridad ciudadana. Son variables que se retroalimentan. A mayor corrupción, mayor inseguridad ciudadana. ¿Quién recuerda a los comisarios Alberto Sobrado y Roberto Giacomino –ex jefes de la Bonaerense y de la Federal, respectivamente– a quienes sorprendieron con cuentas bancarias en las islas Caimán con millones de dólares y nada les pasó?
Ésta es la matriz de la inseguridad ciudadana que debería tener en cuenta la ministra Nilda Garré. No van más las políticas minimalistas de respuestas espasmódicas a clamores populares. Más patrulleros, más penas y menos excarcelaciones de nada sirven. Ese diagnóstico está equivocado.
Un nuevo paradigma.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos (OEA) elaboró un informe sobre el tema. Conviene recordar los ejes centrales de este nuevo paradigma:
a) La inseguridad generada por la criminalidad y la violencia es una violación flagrante de los derechos humanos protegidos y garantizados por la Convención Americana. “Toda persona tiene derecho a la libertad y a la seguridad personal” (artículo 7, parte 1, Convención Americana sobre Derechos Humanos).
b) El antiguo concepto de “seguridad pública”, “seguridad del Estado” o “seguridad nacional” ha sido sustituido por el de “seguridad ciudadana”. El bien jurídico protegido antes era el interés del Estado; hoy son los derechos del individuo. El objeto de la protección estatal debe ser el ciudadano y no el Estado, como lo es en modelos autoritarios.
c) La tasa de homicidios promedio en América latina y el Caribe es 30 cada 100 mil habitantes; en Europa es de 8,9. Y lo que más preocupa es que se eleva a 68,9 cuando las víctimas y victimarios son niños y adolescentes en situación de pobreza.
d) Esa brutal tasa de delitos violentos no sólo tiene costo en vidas humanas, sino que impacta sobre la economía, con un costo estimado entre dos y 15 por ciento del producto interno bruto (PIB) del país.
Tolerancia cero.
Somos una sociedad con serias dificultades para internalizar el respeto a la ley o el miedo a sus sanciones. Y esas dificultades obedecen simplemente a la impunidad de la que gozan los delitos del poder.
Si los delitos del poder no son castigados, ¿por qué razón deberían bajar los de la pobreza? ¿Por qué razón el ciudadano de a pie debería respetar la ley y temer por sus sanciones, si sabe que el poder nunca paga por sus crímenes?
La impunidad con que se maneja el poder en la Argentina llega como metamensaje a la zona de fragua de los delitos de la calle. Que sepan nuestros gobernantes y lo entienda la sociedad que, sin castigo legal a los delitos del poder y fuertes condenas sociales a los corruptos, será muy difícil bajar los índices de inseguridad ciudadana. Se impone un cambio en la política criminal del Estado, por medio del que se desplace el peso del castigo legal de los delitos de la pobreza hacia los delitos del poder. Esa igualdad ante la ley es la mejor garantía de la seguridad ciudadana.
Fuente: lavoz.com.ar
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