Hernán Munilla Lacasa (especialista en derecho penal)
"Dime si los jueces de tu país pueden hacer cumplir sus sentencias y te diré en qué clase de país vives."
Los jueces que no pueden lograr que sus fallos sean acatados son como leones sin garras ni dientes. El temor que inspira su majestuosa presencia será rápidamente reemplazado por la burla socarrona de quienes le han perdido el respeto. Ya nada lo distinguirá de otros animales inofensivos y su sitial será disputado por las hienas, los lobos o cualquier otro animal que sepa hacerse imponer, es decir, por aquel que posea y ejerza el poder real.
Esta breve fábula, salvando la distancia que siempre es posible trazar con ese elocuente género de narración, puede utilizarse para explicar lo que ocurre en aquellas sociedades cuyos jueces están desprovistos del imperio necesario para hacer cumplir sus sentencias.
En este cuadro son muchos los que pierden.
En primer lugar, pierden los propios jueces, porque un juez sin autoridad pronto se convierte en una parodia de juez. Sus decisiones, lejos de acatarse, habrán de desencadenar alzamientos y escraches en su contra, con cortes de calle incluidos, que la policía sabrá escoltar con destreza. Luego, si osara meter sus narices en aquellos asuntos que cuecen quienes ostentan el poder político, habrá también de sumar pedidos de enjuiciamiento que, precisamente, serán resueltos por un Consejo de la Magistratura dominado por el mismo poder que lo mandó a investigar; finalmente, sus antecedentes, como los de su familia, si así conviniera, serán ventilados públicamente por aquellos medios que buscan adular y legitimar los desvíos de ese mismo poder.
En segundo lugar, pierden los justiciables. Porque ¿qué garantía puede ofrecer a los justiciables comunes (hombres y mujeres de a pie), un sistema de enjuiciamiento que, en definitiva, no es dominado por los jueces?
Se trataría de un sistema, por cierto, sumamente eficaz para generar jueces temerosos, dóciles, genuflexos, o todo ello mezclado, en el mejor de los casos.
En tercer lugar, llegará el momento en que la derrota toque la puerta de los gobernantes de turno que, en retirada, difícilmente puedan encontrar antídoto para el veneno que ellos mismos supieron concebir y esparcir.
Un país en el que las sentencias de sus jueces se cumplen y acatan sólo si así lo decide otro poder, que no es el judicial; si las leyes, incluida la ley suprema, es interpretada no por jueces sino por políticos ocasionales, cuyos intereses no se conjugan con aquellos artículos, incisos y disposiciones que se enseñan en las facultades de derecho; entonces, es éste, el descripto, un país que tiene un déficit institucional atroz.
Para vivir en una sociedad ordenada, donde se respeten las normas de convivencia, se garanticen los derechos individuales y se ejerza plenamente la libertad, es absolutamente indispensable que quienes deben aplicar las leyes -los jueces- posean las herramientas necesarias (garras y dientes) para que sus sentencias, revisables en varias instancias para garantía de los justiciables, sean cumplidas de inmediato.
Hasta que esto no se entienda, hasta que los poderes políticos no se subordinen al orden impuesto por las leyes, el país de nuestro ejemplo seguirá deslizándose por la desoladora pendiente de la decadencia.
Fuente: lanacion.com
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