Por RODOLFO TERRAGNO, ESCRITOR Y POLITICO
El “presidente fuerte”, típico en la región, siente que la división de poderes le impide negociar con “poderes fácticos”.
El líder arquetípico, en América latina, es el “presidente fuerte”: “ése que te da o te quita unas vacas, te concede o te niega una prebenda, te otorga o te rechaza el retiro”.
Lo dice Héctor Aguilar Camín. Hace un tiempo, tuve el privilegio de almorzar con este intelectual mexicano y su esposa, Ángeles Mastretta, la sutil autora de Arráncame la vida.
Quería oírlo porque sabía de sus esfuerzos por abatir un mito: el de países “únicos”. América latina es una región de males endémicos, donde todos los pueblos padecen de las mismas fiebres. No obstante, cada habitante de estas regiones cree que su país tiene desventuras sin igual.
En su centenario caserón del Distrito Federal, donde hablamos horas, Aguilar Camín dibujó al Sansón latinoamericano. El “presidente fuerte” no tiene por qué ser militar. No hace falta, tampoco, que sea vitalicio. Ni importa que gobierne en nombre de un partido. O que sus dictados parezcan emerger de órganos republicanos. Al “presidente fuerte” le basta con tener un “congreso débil”, que se limite a la alabanza o la crítica inocua. Conseguirlo puede resultarle sencillo.
Los partidos que están en el llano tienden a la división celular.
“La sociedad, por otra parte, no espera demasiado de sus representantes en el Congreso”. No cree que tengan la voluntad, ni la capacidad, para resolver los problemas de la gente común. Si las tuvieran, además, las soluciones llegarían “con el tiempo”. Frente a la imprescindible morosidad del proceso parlamentario, el “presidente fuerte” ofrece el encanto de lo expeditivo. La “dictadura democrática” difiere de lo que Arnaud Montebourg llama maladie présidentialle: ese patológico afán de majestuosidad que, según él, todo político francés anida en “los recovecos del subconsciente”. El “presidente fuerte” de América latina no anhela tanto la majestuosidad como la suma del poder público.
A modo de justificación, alega la necesidad de evitar algo más dañino: la suma del poder privado. Sugiere que la división de poderes dejaría al Ejecutivo sin capacidad de negociación frente a los “poderes fácticos”: las grandes corporaciones, los sindicatos y los medios de comunicación.
Es por eso que -con mayor o menor pudor, con mayor o menor transparencia- los “presidentes fuertes” procuran controlar el Congreso y dominar la justicia. “Se dedican a premiar o castigar”, observa Aguilar Camín. “Sienten que el Ejecutivo, si no puede sacar una ley, o es neutralizado por la justicia, no constituye una amenaza para los poderes fácticos”.
Las democracias latinoamericanas tienen un desafío: evitar la supremacía de los intereses particulares; no a través de “presidentes fuertes” sino de instituciones bien estructuradas.
La posible preeminencia del interés privado no es un mero fantasma, agitado por quienes desean abrogar la división de poderes. En México, la fortuna personal de Carlos Slim supera los 60 mil millones de dólares. El empresario, considerado “el hombre más rico del mundo”, tiene una imaginable capacidad de imponer su voluntad.
En otros países, no existe una concentración igual, pero el poder agregado de las corporaciones es capaz de inmovilizar a estados débiles.
El problema no se resuelve volteando empresas. Como no se resuelve desarticulando sindicatos o clausurando radios.
¿Se puede alentar la inversión, favorecer el desarrollo económico y, al mismo tiempo, preservar la función arbitral que corresponde al Estado?
Hay, fuera de la región, quienes lo han logrado.
Expertos de la Organización de Estados Americanos trabajan en un estudio sobre este tema, que se conocerá en octubre. Durante el “trabajo de campo”, consultaron a medio millar de actores políticos y sociales, pertenecientes a dieciocho países.
He tenido acceso a algunos borradores.
El documento se aparta de las concepciones que atribuyen la debilidad de nuestras democracias al ADN latinoamericano.
No hay, dentro del mundo en desarrollo, región que tenga mayor densidad de gobiernos libremente electos. Sin embargo, la democracia política convive aquí con 40 por ciento de pobreza e injusticias que claman al cielo: “No existe, en el planeta, una desigualdad social comparable a la de América latina”.
En el estudio se dice que, en vez de resaltar “sus peculiaridades nacionales”, cada país debería advertir la similitud entre sus problemas y los del resto: “pobreza, desigualdad, crisis de representación y debilidad estatal”.
En tanto la democracia no resuelva tales rémoras, se producirá “el divorcio de los ciudadanos y sus representantes”. Eso llevará a la hipertrofia de los “poderes fácticos” y a la aparición de gobernantes “providenciales”.
Es cierto: la debilidad democrática no ocurre al mismo tiempo en todas partes. Hay países que atraviesan períodos de estabilidad, relativa bonanza y cierto orden institucional. Sin embargo, aun ellos están bajo riesgo sísmico.
El fortalecimiento de la democracia requiere consensos para asegurar varias condiciones sine qua non: la gobernabilidad, el respeto de las instituciones republicanas, el desarrollo económico acelerado y la redistribución del ingreso.
No es tarea sencilla. Algunos de esos propósitos -como el de edificar una sociedad más justa- hallará resistencia en los mismos “poderes fácticos” que se intenta disciplinar. Cuesta hacer comprender, a quien goza de un privilegio, los riesgos sociales que incuba.
Es por eso que la cohesión política resulta indispensable.
La fragmentación lleva a la “suma del poder privado” y a la llegada del presunto Sansón.
Mientras tanto, los problemas sociales se agravan y la democracia pierde legitimidad. Detener este proceso es la primera obligación de todo político latinoamericano.
Fuente: clarin.com
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