por Carlos Franz, escritor chileno
En la sexta cumbre de jefes de Estado de Europa y América latina, celebrada en Madrid, no se aclaró mucho. Salvo confirmar una cosa: Europa se reunió con un fantasma.
La Unión Europea, que, con tropiezos y caídas, avanza hacia un gobierno conjunto, enfrentó a casi una treintena de mandatarios de América latina y el Caribe, incapaces de admitir que los represente uno solo. Si Zapatero hubiera estirado el brazo para saludar a su contraparte latinoamericana, se habría quedado con la mano tendida, estrechando el aire. En doscientos años no hemos sido capaces de acordar un delegado de todos, aunque fuera rotativo. (Nuestra última broma es la Unasur, que prescinde nada menos que de México.)
América latina nació el 22 de junio de 1856, durante una "cumbre" similar, en París. Nació, pero no ha llegado a existir, todavía. En esa fecha, Francisco Bilbao, el liberal y revolucionario chileno, proscripto, excomulgado, pronunció su discurso "Iniciativa de la América. Idea de un congreso federal de las repúblicas". Ante treinta y tantos prominentes exiliados latinoamericanos en Europa, Bilbao registró por primera vez la expresión "América latina". Lanzando esa utopía los animaba a ensanchar sus mentes con una idea más grande que sus patrias: nuestra unidad federal.
Un siglo y medio después, y en el bicentenario de nuestras independencias, apena reconocer que la idea de América latina ha fracasado. Que se quedó en utopía (un no lugar). América latina entra en su tercer siglo más invocada que vista, más virtual que real, más literaria que literal. No en balde la narrativa es uno de los pocos sitios en los que América latina llegó a existir como imagen conjunta. Nuestros bicentenarios conmemoran, sobre todo, doscientos años de soledad.
¿Cómo salir de esta historia de soledad y fantasmas? Si queremos que América latina deje de ser un espectro en el mundo, tendrá que ser nuestra gente quien les quite el miedo a los políticos (no sería la primera vez). Tendremos que hacernos ciudadanos latinoamericanos nosotros mismos, sin esperar más a que los Estados nos otorguen esa ciudadanía. Pero ¿dónde se convierten en latinoamericanos los latinoamericanos? La respuesta es bien sabida: viviendo fuera de nuestros países.
Aquella treintena triste de latinoamericanos expatriados en París hoy se ha transformado en decenas de millones repartidos por el mundo. Por ejemplo, en España. Donde ya hay un millón y medio de iberoamericanos descubriendo lo parecidos que somos. Mexicanos, colombianos, argentinos, ecuatorianos o chilenos se alivian de sus diferencias y se unen en sus necesidades, cuando se encuentran y se reconocen, más similares que distintos, en los rigores del destierro. En la fila de la inmigración, o la del paro. En el bar de hombres solos, rabiando celos. En las plazas donde las empleadas domésticas vigilan con un ojo a niños ajenos, mientras añoran a los suyos que quedaron lejos. Sobre todo, los latinoamericanos se encuentran y reconocen como tales en los locutorios.
En los locutorios, sobre las celdillas de los teléfonos y las computadoras, se escuchan y mezclan los acentos de media América latina. Desde allí, esas voces nuestras susurran o gritan enviando euros, noticias y besitos a casa. En los locutorios se aprende que los problemas de uno no son tan distintos de los del vecino, aunque él esté llamando a Colombia y yo, a Chile.
La emigración suele contarse como una tragedia de nuestras políticas fallidas. Los latinoamericanos, entre quienes tantos descendemos de extranjeros, sabemos que la emigración también es un apasionante relato de aventuras, ingenio y descubrimientos. Los que emigran no son, necesariamente, los que "sobran", sino esos a quienes les sobra energía, valor y curiosidad. Esta gente, en muchos sentidos la mejor, es la que está reconociéndose como latinoamericana en España.
Añádanse los miles de estudiantes que acuden cada año a perfeccionarse. El programa Erasmus tiene como verdadero objetivo enseñar a ser europeos a los jóvenes de este continente. Por su parte, los estudiantes nuestros que vienen a España aprenden una materia secreta, de la que sus gobiernos ni se enteran: cómo ser latinoamericanos.
Hay una nueva oportunidad, en estas migraciones del siglo XXI, para el viejo sueño fallido de una América latina unida. No sólo porque nunca antes hubo tantos latinoamericanos reales, en lugar de fantasmales. También porque jamás una comunidad de emigrantes mantuvo tanto contacto con sus patrias lejanas.
Desde sus bulliciosos locutorios, estos latinoamericanos distantes influyen a diario en la vida de sus países de origen. Constituyen, de hecho, una quinta columna que socava las rigideces ancestrales de nuestras sociedades con un potencial de cambio incalculable. El inmigrante de hace un siglo, que enviaba una carta desde Nueva York o Buenos Aires a sus parientes de Sicilia o Galicia, inoculaba una energía irresistible en los jóvenes de su pueblo. Los inmigrantes latinoamericanos de hoy ejercen esa influencia, de viva voz, todos los días. Por teléfono o chats, mediante videollamadas o correos electrónicos. Un aluvión de terabytes de información personalizada fluye hacia la base social de nuestras naciones. El "efecto llamada", que tanto aterra a los xenofóbicos, es lo menos importante en ese flujo. Unos pocos vendrán; la mayor parte no. Lo importante les ocurre a los que se quedan. Porque el mensaje encriptado en esas comunicaciones ya está cambiando nuestras sociedades. Testimoniando lo que es vivir con los valores que nos escasean: la cultura de la libertad y de la responsabilidad individual.
No vamos a idealizar a España. Un país a medio camino del civismo en varios terrenos. Pero no es indiferente el ambiente de mejor democracia, más Estado de Derecho y mayor libertad individual, donde estos nuevos latinoamericanos están probando su valor. Cada inmigrante que "chatea" estas experiencias a sus paisanos confirma implícitamente que, con todas sus imperfecciones, una sociedad más abierta es preferible a los populismos y las demagogias que algunos venden en nuestros pagos. El inmigrante en una sociedad más libre y democrática, hasta cuando le va mal puede decir que, al menos, es dueño de su destino. Con sus desalientos y esperanzas, ese mensaje se trasmite a una audiencia innumerable en nuestro continente, todos los días.
Los jefes de Estado latinoamericanos que vinieron a Madrid por estos días, rigurosamente desunidos, como manda nuestra tradición, harían bien en tomar nota. Puede que esta quinta columna latinoamericana esté cambiando nuestros países, con sus llamadas desde estos humildes locutorios, mucho más que ellos con sus discursos, desde sus altos podios.
La treintena de latinoamericanos expatriados a los que arengaba Francisco Bilbao en París se ha transformado en millones. Su ejemplo gesta la unión iberoamericana del futuro. No será pronto ni fácil. Pero no está prohibido soñar que lo veremos: una futura cumbre donde la Unión Europea no tenga que mirar el rostro fragmentado de un fantasma. Sino el de esta América latina que unió a su propia gente.
Fuente: lanaciòn.com
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