El Indec ya casi no registra pobreza en el país. Una versión de la realidad que evita discutir por qué hay pobres tan pobres que son gobernados por ricos tan ricos.
La política en la Argentina es una pobreza que nunca se acaba. Y de tanta pobreza, ahora el país está pobre de pobres. Eso dice, por supuesto, el Gobierno nacional. Porque los últimos datos del Indec no dicen que hay menos pobres, lo cual es cierto en comparación con el crítico bienio 2001-2002, y por ende es un mérito del kirchnerismo. Lo que las cifras oficiales aseveran es que, prácticamente, ya no hay pobres aquí: la pobreza alcanza, según las pretensiones de la pingüinera, sólo al 13,2% de la población urbana. En Tucumán, el 15,6% de los vecinos del Gran San Miguel.
Esta tremenda subestimación (de las estadísticas reales y del sentido común de todos los habitantes del mundo que quieran habitar el suelo argentino) es, en sí misma, una doble trampa. El primero y más obvio ardid refiere a las cifras: según los consultores privados, son pobres tres de cada diez argentinos. O sea que el número que debería aparecer se asemeja, más bien, al 30%, según la Sociedad de Estudios Laborales y el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina. Por cierto, la Iglesia Católica viene diciendo esto desde hace mucho tiempo.
Pero, precisamente, en la discusión de las cifras se encuentra la segunda trampa: la pobreza no es una cuestión de dígitos, pero el Gobierno consigue instalar el debate en esos parámetros.
Tan pocos
El maniqueísmo es maniqueo pero no por ello es idiota, y por eso reduce el asunto a esclarecer si hay que creerle al Estado o no. Y, en rigor, en la Argentina no se miden los índices de pobreza sino que se mensura cuál es el costo del mínimo fisiológico de existencia. Se toman en cuenta los precios de una serie de servicios y de productos alimenticios y de indumentaria (la canasta básica familiar), se los suma, y el resultado en pesos determina una "línea de flotación": la línea de pobreza.
Según el Indec, en febrero, un matrimonio con dos hijos podía comer, vestirse y pagar el transporte para ir a trabajar con $ 1.131 por mes. Dentro de ese paquete está la canasta de alimentos, cuyo costo pauta la línea de indigencia: quien no gana para costearla es indigente. Y el Gobierno afirmó (en serio) que papá, mamá y los chicos pueden alimentarse perfectamente por $ 515 por mes.
La pobreza, entonces, es sencillamente un asunto de dinero. En realidad, al kirchnerismo (como antes al duhaldismo, y al dellaruísmo, y al menemismo, y siguen los éxitos) le gustaría que así fuera, porque, de esa manera, discutir sobre la pobreza es discutir sobre plata. Y, a los efectos de las mediciones, también es debatir acerca de si la canasta debe contener tales o cuales productos y si cuánto cuestan esos bienes.
Esta variable es sumamente útil para establecer, unilateralmente, que hay menos pobres. Un pronunciamiento del Indec basta para que centenares de miles de pobres, de pronto, ya no aparezcan en calidad de tales.
Tan desiguales
¿Por qué el oficialismo ha emprendido el camino del negacionismo respecto del flagelo social de la pobreza? Una primera respuesta refiere a la faz política.
Para unos, el kirchnerismo es realmente progresista, mientras que para otros lo es sólo en el plano verbal. De igual manera, hay quienes sostienen que el alperovichismo es un proyecto convencido de la justicia social, mientras que otros aseguran que sólo están discursivamente empapados del asunto. Como fuera, debe resultar intolerable (o, cuanto menos, incómodo) que después de tantos años de gobernar los destinos del país y de la provincia siga habiendo tantos pobres tan pobres como verdaderamente hay. En rigor, el asunto debe ser doblemente indigerible, por cuanto colisiona, en primer lugar, con la declamada redistribución de la riqueza. Justamente, la situación embiste, en segundo término, con el hecho de que, por más sobreseimientos de la Justicia Federal en investigaciones patrimoniales al matrimonio presidencial, los gobernantes son ricos cada vez más ricos.
Precisamente, negar a los pobres no es cuestión gratuita ni tampoco ideológica: apunta directamente a romper con la lógica de las causas y las consecuencias. En definitiva, si hay menos pobreza -como pretende tan sistemática e insistentemente el oficialismo- entonces nada tiene que ver que haya pobres tan pobres con el hecho de que haya ricos tan ricos. Por ende, el enriquecimiento de generaciones y generaciones de gobernantes no ha tenido absolutamente ninguna relación con el empobrecimiento de millones y millones de argentinos.
Luego, no hay ningún inconveniente, ni amerita ningún reparo, que el pueblo pobre tenga representantes ricos.
Lamentablemente, la cuestión no se circunscribe a la semántica.
Tan inseguros
Tanto esfuerzo por reprimir la verdad de la desigualdad ha hecho que el trauma se manifieste por otras vías. Su síntoma en el cuerpo social se llama recrudecimiento del delito.
La inseguridad no es un fenómeno que se vincula con la pobreza sino con la inequidad: con la brecha entre los que más ganan y los que menos tienen. Antes de que en 2007 las cifras del Indec comenzaran a arrojar más dudas que certezas, el sector más rico de la población acumulaba unas 33 veces más que el sector más paupérrimo. Eso se podía mensurar en un coeficiente: el de Gini. Ese índice va de 0 (la igualdad absoluta) a 1 (el desequilibrio total). Los norteamericanos, tan afectos a la estadística, mensuraron que por cada décima que se aleja del 0 impera un delito: comienza por el hurto, sigue por el robo a mano armada, y se va agravando. En la Argentina, el coeficiente de hace un par de años era del 0,56, según las mediciones privadas. Para el Estado se anclaba en el 0,5. Pero ahora, según el Indec, es del 0,39. Es decir, tenemos los índices de distribución de la riqueza propio de los países desarrollados, aunque la criminalidad que padecen a diario argentinos y tucumanos se empeñe en mostrar lo contrario. Pero, claro está, la inseguridad es opositora y destituyente.
Tan callados
En Tucumán, el Gobierno provincial no hace mediciones sobre la pobreza. O, en todo caso, si las hace ya no las publica. Si hay que guiarse por el historial, la pobreza usualmente ha registrado cinco puntos más que la media nacional, de modo que contra el 15,6% del Indec se alzaría un 35%, teniendo en cuenta las estimaciones de las consultoras privadas. Lo único que trasciende de los profesionales provinciales que se hastían es que si debiera cotizarse la canasta básica familiar tucumana, su costo superaría los $ 1.600. Es decir, $ 500 más que lo estipulado por el kirchnerismo. Y, por ende, una "línea de pobreza" más alta, y miles de tucumanos sumergidos en la carestía.
Renunciar a mensurar el espectro social propio es otra de las muchas resignaciones en las que incurre el alperovichismo para no contradecir ni enojar al kirchnerismo. De lo contrario, como ya se ha dicho y como ratificó ayer el diputado y economista Alfonso Prat-Gay, no se entiende por qué la Provincia no reclama a la Nación los recursos que le corresponden y, en consecuencia, decide perder $ 1.900 millones este año. Esa es, con todo, la mejor de la hipótesis. Peor sería que, en verdad, creyeran que apenas el 15% de los tucumanos es pobre y que, en consecuencia, hay margen de sobra para despreciar recursos federales legítimos.
Pero, una vez más, discutir sobre porcentajes es entramparse en un sistema que determina los indicadores de pobreza sobre la base de los ingresos de los tucumanos, y que por tanto es permeable a la incidencia de los programas asistenciales como Argentina Trabaja o la Asignación Universal por Hijo. No es difícil imaginar cuál sería el escenario estadístico si se tratara de dimensionar el flagelo a partir de los parámetros de la pobreza estructural, de las Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI), que miden el acceso a la vivienda digna, al trabajo, a la educación y a la salud, entre otras muchas cosas de las que carecen, sobre todo, los beneficiarios de los planes sociales.
Para mayores estremecimientos, el economista chileno Manfred Max-Neef pautó que las necesidades básicas, en realidad, no eran esas porque las verdaderas son internas e invariables en el tiempo y las culturas. Las identificó como la protección, la subsistencia, el afecto, el entendimiento mutuo, el ocio, la creatividad, la identidad y la libertad. Y recalcó que reentender la pobreza era asumir que estas necesidades actúan como un sistema: es pobre cualquiera que tenga postergada alguna de ellas. Una persona no sólo se muere de hambre.
Tan sin sueños
La pobreza también se empobreció. En Qué País, Martín Caparrós advirtió que los pobres de antaño no se llamaban pobres a sí mismos: "eran, según y cómo, los obreros, los trabajadores. Su posición se definía con relación a la estructura laboral. (...) La izquierda los veía como la 'clase portadora de la historia'; los manuales los ensalzaban como los 'creadores de la riqueza nacional'; ellos solían definirse, entre otras cosas, como peronistas. (...) Hasta que el trabajo fue dejando de estar en el centro. (...). Los obreros y muchos trabajadores perdieron ese foco organizador y volvieron a convertirse en pobres: su lugar ya no está definido por lo que hacen sino por lo que no tienen". Por eso, si reciben un plan social, ya no son pobres: tienen una carencia menos, la del ingreso mensual, vivan cómo vivan. Claro que, más temprano que tarde, la inflación encarecerá la canasta básica y volverán a caer bajo la línea de pobreza. Pero ya vendrá otro programa asistencial para remediar esa cuestión.
"Estamos aquí sentados, mirando cómo nos matan los sueños", leyó Eduardo Galeano en una pared de Montevideo, según cuenta en El libro de los abrazos. Porque los pobres son también aquellos a los que les está vedado soñar. Sobre todo aquí, donde el grafitti corre riesgos de una malinterpretación oficial, referida a que la pintada, en realidad, denuncia que son los sueños los que están ultimando a las pobres. Para decirlo de otra manera, esta es la tierra de la política convencida de que las pulgas sueñan con ganar dinero para comprarse un perro.
Fuente: lagaceta.com.ar
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