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domingo, 28 de marzo de 2010

Argentina produce alimentos para el doble de su población, pero nueve millones de niños pasan hambre

En el 53% de los hogares hay chicos que no cubren la porción mínima de alimentos diarios.
El hambre es la sensación que se experimenta cuando el nivel de glucógeno (el combustible almacenado en el hígado y usado para esfuerzos intensos) está por debajo del umbral considerado “necesario”.
Aunque una persona de salud normal puede aguantar varios días sin ingerir alimentos, la sensación de vacío comienza normalmente después de varias horas de no probar bocado. El hambre no llega sola: aparecen también los “dolores de hambre”, que consisten en contracciones en la boca del estómago. Y si pasan días –ya no horas– sin comer o comiendo en cantidades mínimas, el dolor deja de ser espasmódico para volverse continuo.
Hay chicos que viven con dolor de panza. Hay adultos que también. Cuando el hambre es extrema y se extiende a muchas personas de la misma comunidad o región, ya no se habla de “hambre” sino de “hambruna”. En países como Sudán Occidental –que atravesó guerras civiles y limpiezas étnicas– se habla, por ejemplo, de “hambruna”. Pero curiosamente, y según observa el economista español Luis de Sebastián en su libro Un planeta de gordos y hambrientos, no se habla de hambruna cuando millones de personas se duermen silenciosamente sin saber si comerán mañana. De Sebastián advierte que, en esta materia, América Latina apenas ha avanzado. Si bien se redujeron mucho la pobreza y el hambre en los años 70 (cuando llegó a haber 46,2 millones de hambrientos), ambas tuvieron un rebrote durante el ajuste propiciado por el Consenso de Washington para pagar la deuda externa. De ahí que, a principios de la década de 1990, los hambrientos latinoamericanos fueron 60 millones, que luego terminaron reduciéndose a 52 millones.
Las consecuencias del hambre en los niños son múltiples: aumentan la mortalidad, la morbilidad y los problemas de peso y estatura, y disminuye el rendimiento escolar. Algo de eso puede intuirse en Acuba: hay un abismo entre la edad y el talle de los chicos. Y así, diminutos, inquietos, metidos en cuerpos que parecen jaulas, van llegando al comedor con el plato hondo en la mano (una hora después llegarán sus padres, preguntando si hay sobras). Mientras esperan la llegada del almuerzo, las criaturas hacen dibujos. Todos dicen “Marcelo te keremos” en treinta formas distintas. Uno de ellos llega a manos de Rodríguez, que mira el papel y sonríe por única vez. Rodríguez es un hombre alto, fornido, moreno. En las casas, las madres ponen orden invocando a Rodríguez (“si te portás mal viene Marcelo”) y los chicos terminaron viendo en él una suerte de hombre de la bolsa o de Dios en la tierra. O las dos cosas juntas. Porque el hombre de la bolsa, acá, es Dios.
El comedor Con los Chicos No, al igual que el 50% de las instituciones similares, no recibe apoyo del Estado. La otra mitad sí es subsidiada. Y aun así, en los mejores casos la situación es compleja. Una encuesta realizada en 2009 entre 210 organizaciones –comedores, hogares, comedores escolares– por la Red Argentina de Bancos de Alimentos asegura que el 81% de quienes llevan estas instituciones observó un incremento en la demanda de alimentos en los últimos meses, y sólo un 56% pudo dar una respuesta satisfactoria a esa demanda.
Sin embargo, hay quienes creen que en los comedores no está la respuesta final. Juan Carr, el rostro visible de la Red Solidaria, es uno de ellos. En la Facultad de Ciencias Veterinarias de la Universidad de Buenos Aires, Carr coordina el Centro de Lucha contra el Hambre, una agrupación cuya labor principal consiste en crear huertas y granjas en las zonas con alto nivel de desnutrición infantil, de modo tal que la población local –imposibilitada de comprar comida– pueda producir sus propios alimentos. Hasta el momento hay 550 mil huertas en la Argentina, realizadas también gracias al aporte de Cáritas y del programa Pro Huerta del INTA. Pero Carr no está conforme. Dice que podrían hacerse 900 mil huertas más y llegar a su objetivo mayor: reducir a la mitad el número de hambrientos para el año 2016 y llegar al hambre cero en el 2020.
–La posibilidad del hambre cero en la Argentina creo que la veo antes de irme de este mundo –se ilusiona Carr–. Confío en estar durmiendo y un día despertarme y decir: “Eureka”.
Fuente: Crìtica digital

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