Jorge Ossona
Aproximarse a la temática de la pobreza significa adoptar los recaudos en cuanto a su definición.
El término es controversial porque, como bien lo señala la socióloga Alicia Gutiérrez, “se trata de una categoría descriptiva y no explicativa: pobre es aquel que en comparación con otros individuos de su sociedad alcanza, de una serie de rasgos tomados como categorizadores, los más bajos niveles”. El concepto, además, debe ser planteado en términos espacio-temporales e históricos. Luis Alberto Romero concibe que la pobreza “estructural” comienza cuando la sociedad argentina, a partir de mediados de los 70, “perdió su homogeneidad y relativa integración … fundada en el empleo para casi todos, así como oportunidades para mejorar y ascender, con seguridad concretadas en los hijos y en los nietos”. Todas ellas, garantizadas por políticas universales por un Estado potente. Se trata, entonces, de un fenómeno no solo material sino también -y fundamentalmente- cultural. Recorramos su evolución histórica en una gran pincelada de secuencias básicas.
La des-salarización comenzada por el “rodrigazo” determinó que las familias y diversas organizaciones comunitarias debieran asumir las funciones orientadas a sostener la subsistencia de sus miembros. El consiguiente tránsito de la formalidad a la informalidad se registró no solo en el orden laboral sino en el habitacional como lo prueba la sustitución del sistema de loteos suburbanos por las ocupaciones territoriales compulsivas desde los 80. Los barrios populares devinieron en “asentamientos”. El desempleo, por su parte, afectó a los trabajadores de mediana edad, arrojando al mercado laboral a mujeres y jóvenes ocupados menos en el sector industrial que en los servicios.
Los sindicatos dejaron de ser el eje vertebrador de la organización laboral, sustituidos por organizaciones comunitarias de base barrial. El “gremio” fue relevado por el “barrio” en donde se organiza ya menos el progreso comunitario que la subsistencia. El eventual apoyo de organizaciones no gubernamentales tendió a modificar el estado de derecho social por el deber moral y un filantropismo rayano en la caridad. De ahí, el papel importante y reforzado de las instituciones religiosas. El cambio supuso, a su vez, hondas transformaciones subjetivas en las que ser obrero, católico y peronista fue sustituido por las identidades ofrecidas por el culto, la familia, la nacionalidad –en el caso de los inmigrantes- o las expresiones estéticas y deportivas. Estas condensaron pasiones “totales” cuyos “códigos” terminaron siendo más fuertes que la propia ley.
El Estado, por último, contribuyó al nuevo filantropismo sustituyendo las políticas universales por los programas “focales” administrados por funcionarios especializados. Los criterios de los nuevos tecnoburócratas se contagiaron a la sociedad civil, en la que surgieron líderes dotados de saberes específicos. Con el tiempo, devinieron en un elenco estable de gestores de planes que abarcaban desde la urbanización y vivienda hasta bolsas de alimentos.
Los sectores empobrecidos se estratificaron horizontal y verticalmente: en el primer caso, entre barrios, según la capacidad operativa de sus jefes; en el segundo, entre las categorías de vecinos próximas a estos. El resto, organizado en diferentes peldaños, debió conformarse con prebendas marginales y diferenciadas. Estas abarcaban, en el tope, un empleo público –también privados por indicación de las autoridades municipales a empleadores con deudas o al borde de la legalidad-; y en la base, espacios en la vía pública para el comercio informal de sucesivos contingentes.
Por último, los grandes espacios de usufructo colectivo se fracturaron en ámbitos escindidos entre sí. En el caso de villas y asentamientos -así como en los exclusivos countries- primó una suerte de “encierro” defensivo pletórico de recaudos y sospechas, así como el imperio de normas subculturales específicas. La mejor metáfora del nuevo estado de cosas la ofrece la idea que allí por donde antes “se pasaba”, desde entonces “se entra o se sale”. Este escenario se reprodujo en escuelas, hospitales, plazas y hasta cementerios evocando, además, la crisis de un Estado impotente.
Hemos aquí enumerado solo algunos caracteres culturales de la realidad social de la nueva pobreza. Por cierto, solo unas pinceladas porque el proceso fue mucho más complejo. Hubo viejos pobres que se tornaron más pobres; así como segmentos que habían salido de la pobreza y se re-empobrecieron. Importantes fracciones de las clases medias también cayeron, cambiando sus expectativas vitales y sus visiones del mundo. En ese contexto se modificaron ideas y valores como el trabajo, la educación, la salud, la familia, la propiedad, el futuro, el poder, y la política. La desmoralización abrió cauce a la naturalización y a un conformismo agradecido aunque al mismo tiempo rencoroso respecto de benefactores sociales o políticos –los famosos “efectores de bienestar”-, oportunistas y explotadores de las necesidades apremiantes.
Sea tal vez allí que estribe la naturalización que conduzca a estos últimos a desconocer la pobreza, una actitud negadora indiscernible de otras negaciones históricas como de infame memoria. Por suerte, aún contamos, como en su momento lo fueron las hoy degradadas organizaciones de derechos humanos, con el Observatorio Social de la UCA que periódicamente se encarga de sacudirnos de la modorra a la que nos acostumbró la nueva oligarquía política, tan sólida y arraigada en la defensa de sus prerrogativas como desertora de sus deberes sociales.
Jorge Ossona
Historiador (UBA), miembro del Clib Político Argentino
Fuente: clarin.com
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