El “pobrismo”, esa deformación reaccionaria del pseudoprogresismo, ha vuelto por sus fueros durante las últimas semanas a través de dos de sus expresiones emblemáticas.
La más estruendosa fue la procedente del discurso de la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner ante la FAO asegurando que el índice de pobreza en la Argentina era menos del 5%, y el de indigencia del 1,7 %. Semejantes guarismos, bien distantes de aquellos que la sitúan en una base del 15% y un techo de casi el 30%, colocarían al país en una situación semejante a la de Alemania.
A cuarenta años del comienzo de una reestructuración económica de pavorosos costos sociales, y a poco más de treinta del de la experiencia democrática más sólida de la historia argentina, el Estado administra cincuenta y dos planes de emergencia solo en el orden nacional que involucran a dieciocho millones de beneficiarios.
Resulta en el mejor de los casos difícil establecer una correlación entre unos y otros datos. En cuanto a la comparación con Alemania, según datos recogidos por el periodista Daniel Sticco, la nación europea cuenta con un producto bruto por habitante tres veces mayor que el de nuestro país; un producto bruto interno ocho veces superior y una mortalidad infantil de siete habitantes por cada cien mil mientras aquí es de setenta y siete. Mientras que el índice de homicidios es en Alemania del 0,8 por cada cien mil, el de la Argentina es de 5,54. Por último, Alemania cuenta con 79 personas en prisión por cada cien mil mientras aquí su número asciende a 177. Podríamos continuar con las cifras comparativas pero, a esta altura, resultaría un ejercicio fútil.
Resulta en el mejor de los casos difícil establecer una correlación entre unos y otros datos. En cuanto a la comparación con Alemania, según datos recogidos por el periodista Daniel Sticco, la nación europea cuenta con un producto bruto por habitante tres veces mayor que el de nuestro país; un producto bruto interno ocho veces superior y una mortalidad infantil de siete habitantes por cada cien mil mientras aquí es de setenta y siete. Mientras que el índice de homicidios es en Alemania del 0,8 por cada cien mil, el de la Argentina es de 5,54. Por último, Alemania cuenta con 79 personas en prisión por cada cien mil mientras aquí su número asciende a 177. Podríamos continuar con las cifras comparativas pero, a esta altura, resultaría un ejercicio fútil.
La pregunta de rigor: ¿cree de veras nuestra presidenta en lo que acaba de expresar tan entusiastamente atribuyendo el éxito no solo a una política sino a un “proyecto de país” cuyo mérito se autoadjudica en sociedad con su malogrado esposo, o se trata de una manifestación de cinismo político? Respuesta difícil; aunque siguiendo la línea de su pensamiento e inscribiéndolo en ciertas tradiciones ideológicas más bien nos inclinamos por la primera opción. Precisamente por ello consideramos que se trata de una expresión de pobrismo explícito. La negación de la pobreza estructural procedería, en este caso, de una naturalización del fenómeno que, finalmente, termina concibiéndola como inexistente. Con solo lograr una canasta básica de alimentos, ingresos subsidiados y algunos “lujos” como alguna salida vacacional, la compra de electrónicos de última generación tecnológica, o de un vehículo se puede dar por sentado que la pobreza es cosa del pasado.
Decimos que ojalá que estos niveles básicos estuvieran del todo satisfechos como para garantizar, al menos, una “pobreza digna”. Es solo cuestión de caminar por las calles o adentrarnos en un asentamiento suburbano para advertir que ni siquiera es así.
Lo más grave es que muchos pobres favorecidos por la coyuntura de los últimos años, casi siempre merced a un acceso privilegiado a programas de emergencia por razones políticas, coincidan con la mirada de la mandataria, de la misma manera que muchos exponentes culposos de nuestras clases medias se conforman con tan poco, aun cuando ellos mismos son resultado de otra etapa histórica en la que la pobreza a lo sumo era entendida como una etapa transitoria e indeseable a ser superada en el curso de una generación o dos merced al ascenso social que garantizaban el trabajo digno, una educación de excelencia y el acceso a la casa propia.
En el apoteótico festejo y festival del ultimo 25 de mayo tuvo lugar la otra expresión de pobrismo explicito, en este caso, un poco más elaborado que el anterior. En el palco oficial, en donde pocas horas antes la Presidenta se había dirigido menos al país que a sus creyentes seguidores, el conjunto musical de murga uruguaya “Agarrate Catalina” cantó la pieza “La violencia”, evocativa de la vida de un joven de los márgenes de la sociedad. Luego de algunas estrofas de sobreactuada procacidad extraída de las jergas barriales (imitación impostada prototípica de las idealizaciones populares “pobristas”- en las que interpelan a un supuesto “otro” situado fuera de la pobreza) recitan: “Yo soy el error de la sociedad. Soy el plan perfecto que ha salido mal”. Más allá de la paranoia conspirativa según la cual la pobreza estructural es el resultado de un plan curiosamente exitoso tramado por las minorías reaccionarias internacionales asociadas a las locales, al menos han dado un paso adelante reconociendo esa situación social no como ideal, ni fuente, además, de sabiduría y de bondad.
Prosiguen: “Vengo del basurero que el sistema dejo al costado; las leyes del mercado me convirtieron en funcional”, términos por cierto de una cierta sofisticación interpretativa más propia de universitarios de clase media que de aquellos a quienes presumen representar. Para rematar en tono rencoroso y vindicativo: “soy la pesadilla de la que no vas a despertar, vos me despreciás, vos me buchoneás, pero fisurado me necesitás”. No dejamos de reconocer en este caso una cierta coincidencia, porque en el fondo el pobrismo oscila entre el desprecio disfrazado demagógicamente de amor y la explotación impune como la venta de drogas, cuyos máximos responsables no están precisamente en las villas.
En suma, versiones impostadas de una pobreza negada o idealizada, esta vez, negativamente. La real, aquella que alcanza a más de doce millones de personas y que se vive cotidianamente en barrios, asentamientos y casas tomadas -sin contar sus expresiones rurales- se vive, se padece y se disfruta en otros términos que los de la impostura pobrista. Más bien, aquellos más verosímiles evocados por la “cumbia villera”.
Jorge Ossona es historiador (UBA) y miembro del Clubo Político Argentino
Fuente: clarin.com
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