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domingo, 22 de mayo de 2011
Cómo votar para no arrepentirse
Carlos Menem fue electo, en 1989, con 48 por ciento de los votos. Y reelecto, en 1995, con 50. A Fernando de la Rúa se lo ungió, cuatro años más tarde, con 49. Hoy cuesta encontrar a quienes admitan haberlos votado.
La negación es una típica reacción colectiva frente al desencanto . Nadie quiere sentirse culpable de haber puesto excesivas esperanzas en un candidato.
El error proviene de ver cada elección presidencial como un combate entre el Arcángel Gabriel y Lucifer.
Escenario y libreto son siempre los mismos; sólo cambian los protagonistas. El que gobierna dice – como decía Menem – que está desarrollando un “modelo”, y que la oposición no tiene una “alternativa”. El que se opone dice – en cualquier caso – que el gobierno viola las reglas democráticas, es inepto o está socavado por la corrupción.
A los votantes les corresponde discernir cuánto hay de verdad, y cuánto de falso, en los alegatos de ambas partes.
Eso exige dejar de lado la pasión y estudiar “qué” promete cada candidato y “cómo” convertiría su promesa en realidad.
No es sabio votar con furia o idolatría. No es prudente que se ponga, en la urna, un rencor o una quimera.
En los concursos literarios se exige que cada autor firme con seudónimo. El jurado, de ese modo, debe escoger la mejor obra sin saber a quién pertenece. En una elección no se puede imitar el procedimiento; pero el electorado debería esforzarse por evaluar cada propuesta con la mayor objetividad posible.
Claro que la propuesta no lo es todo. Es necesario, también, examinar la biografía de los respectivos candidatos , a fin de medir su capacidad de ejecución, coherencia y honestidad. No guiarse por simpatía o animadversión. Es un ejercicio arduo pero indispensable.
No es cierto que los sectores menos instruidos sean incapaces de hacerlo . Dispondrán de menos elementos, pero el propio ejercicio ensanchará su capacidad de apreciar diferencias.
Tampoco es cierto que a tales sectores les convenga, siempre, guiarse por la intuición.
El pálpito pocas veces sustituye al análisis.
Quienes pretenden que “el pueblo nunca se equivoca” simulan ignorar que el pueblo es la suma de individuos falibles. Las mismas multitudes reconocen de hecho su error (aunque no lo asuman) cuando terminan odiando al gobierno que eligieron.
La democracia no se asienta sobre la utópica infalibilidad del pueblo . Garantiza el derecho de la mayoría a equivocarse sin que nadie venga a enmendarla. En vez de fingir que las urnas emanan un juicio indefectible, corresponde estimular la sensatez y la reflexión. Quien necesita un bypass coronario querría que lo operase un Favaloro.
El que elige gobernante, no debería entregarse al más carismático sino al más competente . De esa elección depende, hasta cierto punto, la fortuna o el infortunio que lo acompañará en el futuro inmediato. Nadie tiene derecho a rifar cuatro años de vida.
El clima político (es cierto) puede tornar difícil un juicio ponderado de todas las opciones. Las campañas suelen ser torneos de esgrima verbal. En vez de exhibir sus méritos, muchos candidatos se entretienen lanzando estocadas. El período preelectoral se convierte, así, en un espectáculo tan penoso como inútil.
A eso se añade la propaganda política, que suele seducir a los incautos. Y también a los avisados.
Quien puede financiar las mayores campañas no es, necesariamente, el candidato más virtuoso; pero tiene, a su servicio, una máquina de manipular . Vance Packard estudió en su momento las maniobras que realiza El persuasor encubierto . Así se llama su famoso libro, que en castellano se conoció como Las formas ocultas de la propaganda.
El persuasor es el “consultor político” que, valiéndose de la sociología, el psicoanálisis de masas y las encuestas, realiza una “investigación emocional” para adecuar el discurso del candidato a los deseos o necesidades de quienes votan. Un famoso publicista norteamericano decía que “a la gente se la puede controlar moldeando sus instintos y emociones, sin necesidad de modificar sus pensamientos”.
En muchos países, las campañas proselitistas se reducen a unas pocas semanas, y en otros se prohíben los spots publicitarios. El propósito es evitar que una propaganda excesiva nuble las mentes. Las restricciones no afectan sólo a los partidos políticos. También a los gobiernos. Las leyes quieren prevenir que – mediante una abrumadora publicidad oficial – se coloque a los antagonistas en inferioridad de condiciones.
Con todo, Packard sostiene que hay “defensa contra los persuasores”. El votante sólo necesitaría “decidir que no será persuadido”. Según él, ante la primera sospecha de que se lo manipula, el votante tiene que levantar la guardia . En determinada instancia, serán muchos quienes – castigados por reiteradas decepciones – comprendan que el aluvión publicitario inunda los cerebros y humedece la inteligencia .
El psiquiatra Clyde Miller, que fuera director del Instituto para el Análisis de la Propaganda (Universidad de Columbia), sostuvo en su libro El proceso de la persuasión que, cuando uno ya reconoce los recursos de los persuasores, adquiere un reflejo condicionado que lo protege de la manipulación.
El intelecto es capaz de anticipar ese momento, sin necesidad de esperar al agobio. La manipulación puede ser revelada, también, por un subconsciente que no olvidó otras experiencias. En todo caso, no basta con descubrirla.
Hay que luchar contra la fuerza manipuladora para evitar que termine imponiéndose.
En vísperas de hacer hablar otra vez a las urnas, cabe esforzarse por entender qué se juega en la próxima elección, cuáles son las necesidades propias y cómo se puede satisfacerlas .
El desinterés puede conducir a un voto infundado y, con él, a otra frustración. Si así fuera, de nada valdría, más tarde, despotricar contra el eventual gobierno y negar que se ha votado mal.
Fuente: clarin.com
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