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Por Idafe Martín
El desastre de Fukushima reavivó los fantasmas en dos pueblos belgas con plantas nucleares.
El restaurante “A los cuatro vientos”, en la localidad belga de Tihange, hace honor a su nombre. Situado en un promontorio sobre el río Mosa, aguarda que pasen los meses de frío para sacar las sillas a la terraza y que los clientes puedan disfrutar de la maravillosa vista.
A menos de 500 metros en línea recta tienen la central nuclear de Tihange , de la compañía belga Electrabel, un monstruo gris de tres reactores.
Hace frío en Tihange, 80 kilómetros al sur de Bruselas, cae una ligera llovizna y Raymond, propietario de “A los cuatro vientos”, no tiene cara de buenos amigos. “No servimos la cena hasta las 18:00” es el saludo a las 17:30.
“Quería preguntarle qué le parece tener la central nuclear tan cerca”. “Peor están otros pueblos de por aquí. La central por lo menos nos ha dado trabajo (tiene 930 empleados directos y se calcula que crea 3.000 empleos indirectos) casi treinta años”.
Construida para funcionar 50 años e inaugurada en 1975, el gobierno belga pretende alargar su vida operativa hasta el año 2035.
La central ha sufrido 5 incidentes de nivel 1 y cuatro de nivel 2, el último en 2006.
Los vecinos de la central defienden su ubicación. Pierre atiende una tienda de productos informáticos a unos 400 metros de la torre de refrigeración del 2º reactor. Tiene 27 años y asegura que la vida de Tihange –y de la vecina Huy– se debe a los empleos que provee la central y las inversiones que el gobierno belga debe hacer en la región como compensación a los vecinos.
Dice Pierre que la vivienda es barata –no todo el mundo está dispuesto a abrir la ventana por la mañana y encontrarse semejante monstruo de hormigón– y que, “de todas formas, si hubiera un accidente grave, daría igual vivir aquí al lado que en Bruselas a 80 kilómetros” . Razón no le falta.
En el norte de Bélgica, en Doel, se encuentra la otra central nuclear del país, que el viernes dio un aviso de emergencia tras un incidente de grado 2 por un fallo en una de sus cuatro bombas de refrigeración, que se solucionó en un par de horas.
El entorno es dantesco.
Doel está muerto. Existe pero sólo administrativamente . Si a principios de los años 70 tenía más de 8.000 habitantes, los datos dicen que ahora son poco más de 300.
Pero eso son sólo los datos, porque en Doel no hay nadie. Se fueron poco a poco, unos centenares cada año, varios miles en 1987 y 1988 (Chernobyl explotó en 1986) hasta dejar Doel vacío.
Los empujaba el miedo.
Las casas están abiertas. Las que todavía tienen puertas, porque la mayoría deja ver un interior donde crecen las plantas. Apenas quedan vidrios en las ventanas. Los rompieron a pedradas. La mayoría de las paredes están llenas de grafitis. Algunos bonitos, otros tétricos, como el de un gigantesco pájaro negro.
La central trajo desarrollo a la región y mató al pueblo.
Ahora, el gobierno de la región flamenca quiere ampliar el puerto de Amberes hacia Doel y acabar así con los vestigios del pueblo fantasma.
Se pasea por las calles sin encontrar a nadie un sábado a media tarde. No hay ningún bar, ninguna tienda, ni un pobre perro en la calle. Pasa de largo un ciclista. Junto a la central, que se eleva como un gigante gris al final del pueblo, hay un molino –típicos en estas regiones– construido en 1613 y que ahora tiene una pequeña cafetería. Es la única actividad que queda.
Un camarero de unos 50 años espera a los clientes mientras al fondo, en el televisor, se ve la central nuclear japonesa: “la mayoría de la gente abandonó las casas, ahora viven en Amberes, y pasan por aquí algunas veces, pero no, mucho negocio no tengo”.
¿No teme a la central después del accidente en Japón? “No sé si moriré de un cáncer o si la central algún día nos dará un susto serio. Ha dado progreso a la región pero a ha matado un pueblo entero, soy el último, ya no sé ni por qué sigo aquí”.
¿No le da miedo vivir aquí solo? “Yo no vivo aquí, vengo a abrir la cafetería y me voy a media tarde, antes de que anochezca. Váyase antes de que caiga el sol, de noche esto da miedo”.
¿Y no hay ningún vecino, nadie con quién hablar? “Si encuentra a alguien dígale que se pase por aquí a tomar un café, que lo invito. No encontrará a nadie, puede entrar en las casas. Durante un tiempo hubo ladrones, pero ya no queda nada que robar. La única novedad es que algunas mañanas aparece algún grafiti más, pero últimamente ni eso. La gente empezó a irse por miedo. Era un pueblo rico y se compraron departamentos en Amberes (que está a menos de 25 kilómetros). A mí no me da miedo la central, pero mató a este pueblo”.
Fuente: clarin.com
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