► Bienvenido a nuestro sitio web, esperemos te guste y nos visites recurrentemente ◄

martes, 1 de febrero de 2011

La Argentina que se bifurca


por Ricardo Esteves*

La Argentina algún día fue una ancha avenida que pretendía integrar a todos. Así fue concebida por...
 la hoy denostada Generación del 80. A eso apuntaba también el sistema de educación universal e igualitaria que soñó y comenzó a implementar Sarmiento.


Hoy vemos con dolor que esa avenida se bifurca en dos calles angostas, donde transitan incómodos y apretados dos clases de argentinos.

Una calle es de tierra; la otra, pavimentada, aunque llena de baches y acechanzas.

En educación, por ejemplo, la degradada escuela pública es el camino de tierra. Y la educación privada es la calle pavimentada. Lo mismo podría decirse de la salud: el hospital público de un lado y el sistema prepago del otro, cada vez separándose más.

En el plano del consumo, también resulta patente la dicotomía. Hay una Argentina -la del camino de tierra- que hace sus compras en La Salada o en la Feria de Villa Dominico y hay otra que lo hace en unos centros comerciales que son cada vez más modernos y lujosos.

A partir de esa bifurcación, puede concebirse sociológicamente a la sociedad argentina desde una nueva perspectiva: clases medias y medias altas que se refugian en guetos llamados "barrios cerrados", y las "ciudades", otrora punto de integración de la sociedad, con amplias zonas entregadas a las usurpaciones -¿adonde acaso se instalaron las villas hoy existentes?-, la degradación, la inseguridad, la suciedad y el narcotráfico. La inseguridad empuja a las clases medias en ascenso a abandonar la ciudad y refugiarse en los barrios cerrados. Es, por tanto, la gran aliada de los nuevos desarrolladores inmobiliarios.

Es verdad que mientras la Argentina era una gran avenida, en su interior existía una marcada división entre ricos y pobres y no faltaban las injusticias -no hay sociedad en la tierra que no tenga esa división, lo que cuenta es el grado que separa a unos de otros-. Pero pobres eran los de antes. Lo que los recientes episodios de las usurpaciones han dejado al descubierto es algo más próximo a la miseria que a la pobreza. ¿Esta es la Argentina que supuestamente está caminando hacia el cielo?

Si alguna validez tiene el conocido apotegma que dice que "la única verdad es la realidad", la realidad que hemos visto recientemente destroza cualquier florido discurso.

Es verdad que sobran razones para descalificar enérgicamente a la década del 90. A las muchas razones que ya explicité en más de una nota en esta sección cabría agregar que fue un período de obscena ostentación desde el poder, donde, además, el poder y la Justicia apañaron groseramente la impunidad y la corrupción.

Sin embargo, hay dos experiencias vividas en esa década que merecen ser rescatadas, más allá de la desregulación portuaria, que fue fundamental para el boom exportador que se produjo en la primera década del siglo XXI, y la desregulación en el área de energía, sobre la que se edificó el parque generador que nos abasteció satisfactoriamente hasta hace muy poco.

Nos legó aquella década la reconciliación entre peronistas y antiperonistas. La grieta que dividía a esas dos facciones de la sociedad condicionó por cincuenta años la vida política del país. Generaciones de argentinos nacieron, crecieron, se educaron y vivieron en el filo de esa herida.

Otra vivencia por recordar: entonces se experimentó por primera vez en tiempos modernos la circunstancia de vivir con estabilidad. En el fondo, fue como comprimir un resorte que luego estalló por los aires y en ese estallido arruinó a casi todos los argentinos y dejó a los más débiles al borde de la inanición, en la peor crisis que conoció la Nación. Pero mientras duró la compresión del resorte, mostró a la sociedad las infinitas bondades de vivir en estabilidad.

¿Qué nos va a dejar la década que acaba de pasar? ¿Será la década en que el asistencialismo incorporó cientos de miles, si no millones, de nuevos beneficiarios? Para unos, será la década en que se reivindicó a los perseguidos de los años 70. Para otros, en la que el fútbol pasó a transmitirse en la TV abierta con patrocinio y cargo del Estado, ¿será acaso la década de los retornos? ¿Del retorno a la inflación? ¿A los cortes de luz? ¿O será la del nacimiento de una nueva división entre kirchneristas y antikirchneristas? ¿Será que no podemos vivir sin estar divididos? ¿O será la de la bifurcación, a juzgar por la acentuación de los contrastes entre riqueza y miseria?

Es verdad que la bifurcación no nació en esta última década, pero lo dramático es que se haya profundizado mientras el país está viviendo el mejor contexto económico internacional de toda su historia.

¿Cómo se sale de la encrucijada? Pretender erradicar la inflación sin adecuar el gasto público a los ingresos fiscales -por cierto, los más altos de todos los tiempos- y el gasto social (o sea, el nivel de salarios) a la productividad general de la economía es una utopía por la que, de persistir en ella, acaban siendo sus víctimas los sectores sociales más desprotegidos.

A las clases medias acomodadas no corresponde castigarlas por su genuino anhelo de progresar, sino facilitarles los canales para su realización. Castigarlas -ahogarlas con más impuestos para financiar subsidios y prebendas a los carenciados, al fin y al cabo, de eso se trata- sería empujarlas a la emigración. Y sería otro importante activo social que el país dilapida. Ya lo hizo en los años 70, entonces por razones ideológicas. Entre los muchos que la Argentina expulsó había tantos intelectuales, investigadores y científicos que enriquecieron a las sociedades en las que se asentaron.

Hay que revertir la diáspora por la que salen silenciosamente jóvenes formados en el país a buscarse una oportunidad en el exterior. En esos sectores medios acomodados es muy alto el porcentaje de familias que tienen uno o más hijos labrándose un destino en otros lares. El país los expulsa al no ofrecerles alternativas que perfectamente podría brindarles si aprovechara el contexto mundial tan favorable para producir un masivo proceso de inversión.

Pretender mejorar el nivel de vida de la sociedad sin cumplir los pasos básicos e ineludibles de aumentar la producción a través de las inversiones resulta a la postre regresivo. La calidad de vida sólo se eleva a través de la inversión. No hay otra fórmula. Con el contexto internacional tan favorable el país podría estallar en un boom de inversiones y lograr así aumentar la producción -en algunos sectores hasta duplicarla- generando un nivel de riqueza y de empleos que elevarían de manera genuina y sustentable la calidad de vida. Para atraer la inversión, por de pronto y por sobre todo, el Estado debe ser garante de la seguridad jurídica.

Intervenciones del Estado en forma arbitraria contra empresas son muy útiles para mostrarles sus uñas a los inversores y alertarlos de los riesgos a los que están expuestos. Además, en un país que por burlarse de los mercados financieros (serán buenos o malos, pero tienen la misión de administrar el capital mundial e imponen sus reglas) el crédito literalmente no existe, el Estado debería dar alicientes especiales a la inversión, con particular énfasis en aquella que genere más puestos de trabajo, resignando una parte del impuesto a las ganancias que se destine a esa clase de inversiones.

En sentido contrario, desde el Estado se azuza al empresariado con la amenaza de un incremento encubierto en la tasa de ese impuesto, escondido en la loable iniciativa de repartir una parte de las utilidades con los asalariados. El proyecto en ciernes en los hechos consiste en elevar la tasa que tributan las empresas. En lugar de ir ese plus al Estado, va a los trabajadores. A sus efectos contables, es una suba de la tributación.

Desde una perspectiva humanista y teórica, la iniciativa luce razonable y descoloca al que no esté dispuesto a apoyarla, aunque deben analizarse también sus consecuencias prácticas y las circunstancias. Habrá con ella, sin duda, algo más para repartir, pero también habrá menos inversores dispuestos a apostar en el país.

La propuesta nació instigada por el Estado como represalia al empresariado por no someterse a todos sus propósitos (léase, no quiso acompañarlo en ciertos actos públicos a fin de legitimar implícitamente sus atropellos) y fue luego apropiada por el sindicalismo para su juego de poder.

A veces lo teórico choca con lo práctico, y lo práctico a privilegiar hoy es la inversión y el empleo. En el fondo, ese proyecto es un buen instrumento para disuadir inversiones. ¿Qué garantías hay de que el Estado, en un nuevo enojo con los empresarios, decida elevar esa tasa al 30 o al 40% de las utilidades? Siempre encontrará de aliados al sindicalismo y a partidos que aducirán que en sus plataformas está la repartición de las ganancias con los trabajadores, sin analizar en profundidad sus consecuencias. Una medida de este tipo no puede disociarse de las circunstancias. Es un proyecto que bien podría ser considerado en un contexto de saturación de inversiones, aunque en un marco de esas características pasaría a ser irrelevante.

La Argentina está anémica de inversiones (sobre todo si se las mide correctamente y se separa lo que es inversión productiva de lo que es resguardo de capital, como la construcción de casas de veraneo). Pretender que un enfermo anémico haga un acto tan loable como donar sangre sería un sinsentido. Primero porque su sangre tendría poco valor revitalizador para quien la reciba. Además, porque debilitaría aún más al anémico, que lo que realmente necesita es un shock vitamínico. La Argentina precisa de una vez un shock de inversiones para romper el estancamiento estructural de su aparato productivo.

Para seguir ensanchando el camino de tierra se puede recurrir al sistema financiero internacional -hoy cerrado para el país-, pero implicaría endeudarnos para una erogación que no es productiva sino asistencialista, o bien cercenarles más recursos al campo (a los muchos que ya aporta), a las empresas que deben invertir o a los sectores medios en ascenso que debemos retener en el país. No hay otras fuentes.

La opción no pasa por arruinar la calle pavimentada para ensanchar la de tierra.

Más allá de que estamos viviendo un proceso de consumismo con baja tasa de inversión, que beneficia a muchos empresarios, similar a los que se vivieron en la última dictadura militar y en la segunda mitad de la década del 90 y que estallaron en sendas crisis, el autor no tiene una visión catastrofista sobre el futuro próximo de la economía argentina. Ello en virtud de que las tan extraordinarias condiciones favorables apuntadas financian los recursos para sostener el despilfarro.

Lo catastrófico consiste en la oportunidad que se está dilapidando, en lugar de aprovecharla como lo están haciendo Perú, Brasil o Chile para modernizar, dinamizar y hacer crecer sus estructuras productivas y sacar así sólidamente gente de la pobreza a las clases medias.

La bifurcación del país está ante una nueva disyuntiva, ya sea que se opte por entrar en un modelo de inversiones o se persista en continuar el modelo de clientelismo.

*El autor es empresario y licenciado en Ciencias Políticas

Fuente: lanacion.com.ar

No hay comentarios:

Publicar un comentario