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por Rogelio Alaniz
Los descalabros políticos o sociales deben ser muy grandes para que afecten la paz de las vacaciones durante el mes de enero.
El otro día un amigo me recordaba que el año que más turistas movilizó en el mes de enero fue el de 1976. O sea, que dos meses antes del golpe de Estado más sanguinario de nuestra historia y con una situación económica que se decía inmanejable, los argentinos se tomaron sus vacaciones como después lo seguirían haciendo los veranos siguientes con la plata dulce de la dictadura.
Insisto en estos detalles como para poner ciertos límites a la propaganda oficial que recurre a los indicadores turísticos para ponderar las virtudes del maravilloso país que supieron darnos los Kirchner. La Argentina no es el infierno que pretenden describir algunos opositores, pero está muy lejos del paraíso que difunden los oficialistas. Vivimos en un país privilegiado por la naturaleza y con excelentes recursos humanos a pesar de la crisis educativa y los malos gobiernos. Por supuesto que mereceríamos vivir mucho mejor, sin ese escenario macabro de miseria que adorna las orillas de las grandes ciudades con cinturones que se ensanchan cada vez más. Pero como se dice con cierto tono cínico y resignado, a la Argentina se la puede gobernar teniendo contenta a la clase media y subsidiando a los pobres.
Las condiciones internacionales son excepcionalmente buenas para un país que históricamente depende mucho, a veces demasiado, de su comercio exterior. El gobierno que más ha condenado la soja, en algún momento -si quiere ser leal consigo mismo- debería levantarle un monumento al “yuyo”, porque a gracias a sus virtudes puede seguir gobernando con cierta holgura. En efecto, merced a la “maldita soja” los ingresos han sido extraordinarios. Una vez más se demostró que el crecimiento de la soja arrastra a otras producciones. Desde el punto de vista socio-económico, también ha quedado claro que los índices de crecimiento de las exportaciones se deben fundamentalmente a la existencia de una aguerrida burguesía agraria que ha provocado en los últimos veinte años una segunda revolución en las pampas, muchas veces a pesar de las torpezas y resistencias de los gobiernos existentes. Y, en el caso de los Kirchner, en contra de ellos.
Si el gobierno estuviera dispuesto a aprender de las experiencias ajenas, debería mirar lo que se está haciendo en Brasil o en Uruguay, para no irnos tan lejos. Hoy Brasil es un líder mundial en la producción de alimentos, objetivo que le permitió, entre otras cosas, el cumplimiento del formidable programa social llamado “Hambre Cero”. Sin un campo tecnológicamente renovado y con capacidad de crecimiento en escalas, y sin un Estado que sepa recaudar como corresponde y no confiscar, estos objetivos sociales no hubieran sido posibles. De Uruguay puede decirse más o menos lo mismo.
¿Nuestros propietarios rurales están haciendo plata? Por supuesto que la están haciendo, no tanta como la que hacen los Kirchner con sus negocios inmobiliarios o la que hacen sus socios con la timba y la obra pública. Pero su buena tajada cobraron porque, por ejemplo, la clave de Lula -en realidad, la clave de Cardozo que fue quien sentó las bases del modelo que Lula luego disfrutó- es que los ricos sigan haciendo plata mientras los pobres ingresan a la clase media.
¿Es tan difícil entender esa ecuación? ¿Cuesta tanto hacerse cargo de que no hay cambio posible a la derecha o a la izquierda sin una clase dirigente decidida a cumplir con sus objetivos históricos y sin políticas prácticas que reformen el Estado? ¿Es pedir demasiado que la clase dirigente y propietaria se haga cargo de que ningún país es viable con cinco millones de excluidos como los que hoy tiene la Argentina? ¿acaso no ha llegado la hora de aprender que tan importante como acumular es repartir, pero repartir derechos no limosnas, repartir a través de instituciones, no de la buena voluntad del amo?
¿Un país de clase media? Exactamente, un país de clase media. Ése debería ser el objetivo de todo gobierno que se proponga transformar a la sociedad, la economía y preocuparse en serio por la pobreza. Sé que la consigna le pone los pelos de punta a los populistas que, por diferentes razones, odian a la clase media y conciben el paraíso social como una inmensa toldería de pobres subsidiados por un Estado que les garantice que nunca van a dejar de ser pobres, tal como lo postula el célebre “teorema de Lamberto”, con su tesis de que mientras haya pobres habrá peronistas.
Un país de clase media es un país con movilidad e integración social, con trabajo, salud y educación para todos y con habitantes transformados en ciudadanos, en personas libres con iniciativas propias y reacios a dejarse manejar por satrapías políticas y sindicales cuyo principal negocio es la perdurabilidad de la pobreza. Hay que decirlo de una buena vez, sin complejos y sin ceder al chantaje populista: el destino histórico de la Argentina es el desarrollo, la Argentina tiene que plantearse como objetivo un modelo histórico europeo de crecimiento y solidaridad social, un modelo donde la riqueza se compatibilice con la justicia y la protección social con el respeto de las libertades.
Europeos y no latinoamericanos. Lo digo de manera beligerante porque es necesario abrir los ojos. El modelo europeo, que de alguna manera es el modelo clásico del Estado de bienestar, es el único que mejoró la calidad de vida de las sociedades. Se trata de un Estado que no pone en primer plano el color de la piel o la vigencia física del territorio, sino los derechos y los deberes, pero los derechos y los deberes para todos.
No me avergüenza la calidad de vida de la ciudad de Buenos Aires, me avergüenza que no esté extendida a toda la Nación. No quiero a mi Argentina transformada en una villa miseria tercermundista sino en un país moderno y pujante, democrático y tolerante, integrador y justo, donde rubios y morochos, vecinos de la ciudad y del campo tengan una vida digna. No quiero para las futuras generaciones esas satrapías provinciales -auténticos modelos latinoamericanos de la injusticia- del tipo de La Rioja o Formosa, cuevas de déspotas a los que después debemos soportar como presidentes. No, no quiero para mi patria ese monstruo empobrecido y corrupto que se llama Gran Buenos Aires, territorio donde se reproducen todos los vicios de un país pobre y encanallado. No nos engañemos, el populismo librado a sus propios impulsos sueña con hacer de la Argentina una gigantesca y sórdida villa miseria. Creo que nos merecemos otro destino, sin mafias sindicales y políticas, sin narcotraficantes y caudillos pampas, sin demagogos que despilfarran los recursos del Estado para perpetuarse en el poder.
Hay otra Argentina posible. Si no les gusta Europa no es obligación elegir África, el destino emblemático de nuestros populistas ¿No quieren mirar a Europa porque no les gusta esa palabra, porque les enseñaron que mirar a Europa era ser extranjerizante, porque les dijeron que era preferible el despotismo latinoamericano a las democracias avanzadas? Entonces miren y estudien nuestro pasado, los años en los que la Argentina estaba ubicada entre las principales potencias del mundo. ¿Esa visión tampoco los conforma? Miren a su alrededor. Miren a nuestra provincia de Santa Fe, a sus pueblos y ciudades pujantes, a sus centros económicos y culturales; miren a la ciudad de Buenos Aires o a Rosario; miren y admiren su calidad de vida, su cultura del trabajo, su conciencia cívica, la certeza cultural de que en este mundo las posiciones se ganan con esfuerzo e inteligencia ¿Quieren elegir de acuerdo con antinomias reales? Pues bien, elijan entre los ejes La Matanza-Riachuelo o Santa Fe-Córdoba, por ejemplo. Atraso, violencia, corrupción, lumpenaje, subsidios y anacronismo histórico por un lado; progreso, cultura del trabajo, inversiones, innovaciones tecnológicas y apertura al mundo, por el otro. Regresemos a las rutinas de la política. Las vacaciones están muy lindas, pero el horizonte del país en el mediano y largo plazo no es bueno. Si la ley de la gravedad existe y las leyes de la economía funcionan, este sistema montado por los Kirchner no puede durar. Cada vez son más insistentes las voces que susurran que la señora Cristina no se va a presentar en las próximas elecciones, no porque sea generosa sino porque sabe que puede perder. Por ahora son rumores; lo que está muy lejos de ser un rumor es que el último mes perdió diez puntos de la popularidad ganada por el efecto luto. Como dijera una analista político, la presidente, en su condición de viuda, ha ganado imagen pero ha perdido poder. No hace falta decirlo; se nota y se nota cada vez más.
Fuente: ellitoral.com
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