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Mientras aumentan los crímenes, el Gobierno evidencia síntomas de una impotencia inaceptable.
Concretos y sin posibilidad de que pudieran ser refutados, datos confiables señalan que en cuanto ha transcurrido del año actual en la ciudad de Buenos Aires han sido asesinadas 20 personas víctimas de robos. La cifra, de por sí expresiva, sobrecoge aún más por el sencillo hecho de que durante todo 2009 fueron 15 las personas que encontraron la muerte en tales circunstancias.
Las cifras, pues, desmienten de manera contundente a los interesados voceros que predican en vano la disminución de las actividades delictivas y, por ende, de ese estado de inseguridad que ha pasado a ser la mayor preocupación de los argentinos. Es más, esa estadística proviene de la Procuración General de la Nación, por lo cual si alguien pretendiera desmentirla no haría otra cosa que tildar de ineficiente o de mentiroso a uno de los más importantes organismos del Estado.
Por otra parte, la Procuración difundió la cantidad de 17 personas muertas en lo que va de 2010 durante asaltos cometidos en territorio porteño. Pero no incluyó en esa cuenta los homicidios del modelo publicitario Diego Rodríguez, ocurrido el 4 del mes último, en el intento de robo de la camioneta que él conducía; de Gloria Robledo, una mujer de 33 años que cayó desde un balcón mientras forcejeaba con un asaltante, y el de José Luis Musante, baleado al intentar resistirse al robo de su auto.
No hay margen para el error. Una cifra que, a la vista de cuanto aún falta para que expire este año del Bicentenario, justifica el temor en que está sumida la sociedad, públicamente expresado a través de infinidad de declaraciones públicas y de la reactivación de las marchas de protesta que, en realidad y desde hace tiempo, nunca cesaron.
Desde 2003 sólo fue superada esa cantidad en 2005, cuando hubo 21 muertos en ocasión de robo. Penosa primacía que, dado el notorio aumento de la ferocidad y el ensañamiento delictivos, podría llegar a quedar rezagada antes del 31 de diciembre.
Ocurre que el paulatino derrumbe de ciertas pautas morales se ha sumado al sentimiento de impunidad provocado por la ingestión de drogas y la evidente morosidad de los procedimientos judiciales punitivos para que, en definitiva, los ladrones se hayan ido convirtiendo en homicidas. A diferencia de otras épocas, hoy muchos ladrones no vacilan en matar si se topan con la más mínima señal de resistencia o, peor, también lo hacen porque sí.
Empeora esa caótica y persistente situación la circunstancia de que la Procuración limitó su análisis a los homicidios en oportunidad de robo. En realidad, los asesinatos dolosos cometidos en la ciudad por diversas causas oscilan en alrededor de un promedio de 120 anuales.
Entre ellos, son numerosos aquellos que siguen en espera de un esclarecimiento y de las correspondiente
acciones penales contra quienes fueran sindicados como sus autores. Valgan, a título de ejemplos, los sufridos por cuatro dueños de supermercados chinos o el que tuvo por blanco al periodista y dirigente social de la villa 31 Adams Ledesma Valenzuela.
Mientras tanto, esta amenaza cierta para la subsistencia de la convivencia social no parece ameritar la atención de las autoridades nacionales, de quienes dependen la Policía Federal, las restantes fuerzas de seguridad y la mayor parte de esas auténticas escuelas del delito que son las cárceles.
Es probable que el conjunto de la sociedad vería con sumo agrado que el Gobierno se ocupara de esta generalizada agresión a la tranquilidad y la calidad de vida de todos los argentinos, postergando, si así fuera menester, otras inquietudes que, por cierto, son menos perentorias e hirientes.
Lamentablemente, el Gobierno nacional padece de una gravísima desorientación conceptual frente al problema de la delincuencia y al deber del Estado como garante del orden público.
Tras el asesinato del joven militante trotskista Mariano Ferreyra, en Barracas, en el sitio oficial de la Presidencia de la Nación apareció, destacada, la siguiente frase de Cristina Fernández de Kirchner: "Prefiero pagar mil costos políticos por no reprimir antes que tener que lamentar la muerte de un argentino".
Tal frase parece desconocer que el Estado puede tener responsabilidad en muertes que no se producen por su acción inmediata. La deserción del Estado en su deber de garantizar el orden público es, muchas veces, la causa de la desgracia.
El Gobierno acostumbra realizar un montaje verbal que puede llamar a engaño, al cargar la palabra "represión" con una connotación subliminal de ilegalidad que ha adquirido entre nosotros en la historia reciente. Pero contra lo que expresa la Presidenta de la Nación, el Estado está obligado a reprimir cuando se produce un delito. Reprimir no significa transgredir las normas, sino reponerlas cuando alguien las ha transgredido.
El pánico que existe en vastos conglomerados del país frente al fenómeno de la inseguridad y la facilidad con que los delincuentes actúan guardan mucha relación con las manifestaciones de funcionarios que son la expresión de una impotencia inaceptable. Se relaciona con la equivocada creencia de muchos hombres del Gobierno en que las fuerzas de seguridad no se hallan en condiciones de cumplir con su papel si no es colocándose fuera de la legalidad. Esa creencia no parece contemplar que el Estado mata también cuando deserta.
Fuente: lanacion.com.ar
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