por Pablo Da Silveira
Entre las novedades más visibles que trajo la llegada de la izquierda al gobierno se cuenta la centralidad ganada por el concepto de participación. La creación de los "presupuestos participativos" en lo municipal y de los "consejos de participación" en la enseñanza son reflejos de esta nueva orientación.
Así las cosas, podría esperarse mucha reflexión sobre el tema. ¿Hay razones para pensar que un ciudadano que participa es preferible a uno que no lo hace? ¿Es legítimo que el gobierno use su inmenso poder para estimular la participación? ¿Y dentro de qué límites puede hacerlo?
Pero esta reflexión cuidadosa no aparece por ningún lado. Los documentos oficiales dan por obvio que la participación es buena y pasan a cuestiones instrumentales. De modo que, si queremos salir de la ingenuidad, el único camino alternativo consiste en examinar los argumentos favorables a la participación que han sido propuestos desde la teoría política. Y en este terreno nos encontramos con tres ideas predominantes. La primera dice que la participación es buena porque hace mejores a los ciudadanos. La segunda dice que la participación es buena porque fortalece a la democracia. La tercera dice es buena porque mejora la calidad de las decisiones públicas.
¿En qué sentido la participación puede mejorar a los ciudadanos? Quienes ven las cosas de este modo (desde Aristóteles hasta Hannah Arendt), sostienen que la participación ayuda a los ciudadanos a desplegar sus cualidades esenciales, es decir, aquellas que nos hacen más plenamente humanos. Una ciudadanía fuertemente participativa estará conformada por ciudadanos que viven vidas más completas y valiosas.
¿En qué sentido la participación fortalece la democracia? La idea básica (sostenida por autores tan diversos como Rousseau y Tocqueville) es que la democracia no puede sostenerse en el tiempo si no hay demócratas. El aporte esencial de la participación consistiría en su capacidad de fortalecer el "carácter democrático" de los ciudadanos, es decir, el desarrollo de aquellas cualidades intelectuales y morales que son requeridas para un sano ejercicio de la ciudadanía.
Finalmente, ¿en qué sentido la participación ayuda a mejorar la calidad de las decisiones públicas? La idea básica (defendida entre otros por Stuart Mill) es que una ciudadanía vigilante y comprometida descubrirá más fácilmente los errores de razonamiento, las carencias de información y las eventuales manipulaciones que pueden llevar a una sociedad a tomar decisiones contrarias a sus mejores intereses.
Si al menos uno de estos argumentos fuera válido, habría razones para preferir el desarrollo de una institucionalidad que nos aleje del modelo de la representación tradicional para avanzar hacia una democracia participativa. Pero al intentar verificar este punto empiezan los problemas. Ninguno de estos tres argumentos clásicos es evidente por sí mismo y todos muestran debilidades cuando se los confronta con los hechos. Los ideólogos del oficialismo, sin embargo, no parecen conocer esta discusión. Y eso es inquietante, porque no hay nada más peligroso que una mala teoría.
Fuente: elpais.com.uy
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