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viernes, 23 de julio de 2010
Opiniòn: La pasión del poder
De tanto en tanto aparecen en la historia personajes que tienen una desenfrenada pasión por el poder. O que son poseídos por ella. Algunos hacen resplandecer el mundo de la política, otros lo opacan.
Los ha habido en todas partes y en todos los tiempos, de buena o de mala índole, y sus trayectorias han sido positivas o negativas para las comunidades que los ensalzan o los soportan. Algunos forman el cortejo de los grandes de la historia, otros son tiranos de nefasto recuerdo o pequeños tiranuelos que satisfacen su ambición con el mero desborde de su poder en beneficio propio.
Sin las figuras de Ciro el Grande, de Pericles, de Alejandro, de Julio César, de Carlomagno, de Carlos V, de Cromwell, de Luis XIV, de Napoleón, de Bolívar, de Rosas, de Hitler, de Stalin, de Castro o de Roosevelt, la historia de Occidente habría sido muy diferente y el cuadro carecería de buena parte de su deslumbrante y a veces sanguinario colorido. Esos hombres excepcionales han mandado sobre las comunidades que los engendraron en los tiempos en que ellas se lanzaban, con éxito o sin él, hacia la hegemonía regional, continental o mundial.
En una escala menor, muchos otros gobernantes han vivido fascinados por la posibilidad de dominar a sus pueblos y, eventualmente, a las naciones vecinas. La América hispánica los ha producido con generosa fecundidad, como si su tierra feraz y su gente apasionada, su clima enervante y los contrastes de su geografía reclamaran la presencia de esa clase de gobernantes, de sus pasiones implacables, de su exuberante imaginación en los momentos de mayor poder y de su seguro, increíble, inexplicable empecinamiento en el largo proceso de la caída. Los grandes escritores latinoamericanos los han retratado en sus novelas. Pero pienso que es justo recordar que Asturias, Rulfo, Fuentes, Roa Bastos, García Márquez, Vargas Llosa y algunos otros han seguido los pasos geniales de don Ramón del Valle Inclán y de su insuperable Tirano Banderas .
Si el ejercicio del poder no despertara alguna clase de pasión, si no deparara grandes satisfacciones, ventajas o beneficios, nadie se interesaría en conquistarlo, nadie gobernaría y no podría existir una vida comunitaria dentro de formas políticas estables. Es que lo malo no es la pasión por el poder, sino su desmadre. Una cosa es competir por la posesión de las palancas del gobierno dentro de algún sistema que acote al poder y otra cosa es desbordar, falsear o anular el marco establecido. La tiranía consiste en ese desborde, tiene su origen en un afán desmedido de dominar o de valerse del dominio para enriquecerse, y se sirve de tres instrumentos principales: la violencia de los esbirros, el soborno de los corrompibles y la demagogia en el trato con las masas populares.
Todos esos poderes personales cumplen su trayectoria en tres etapas: la de la conquista del poder y su consolidación, la de su ejercicio tranquilo cuando no existe oposición que perturbe su marcha y la de la decadencia y el dramático final. El tirano, o el tiranuelo, vive esas tres etapas atravesando tres sensaciones sucesivas: la fiebre delirante de quien acumula fuerzas y elimina adversarios; el ciclo duro de su predominio con el despliegue de sus capacidades para el gobierno en la paz o en la guerra y, finalmente, la triste comprobación de que todo le empieza a salir mal aunque todavía pueda dar golpes de efecto certeros y eficaces.
Generalmente, el paso a la tercera etapa se da como resultado de las demasías cometidas a medida que se desboca el poder en la segunda, o como consecuencia de la pérdida progresiva de las facultades psíquicas o físicas excepcionales con que contaba inicialmente el poderoso.
La evolución del fenómeno depende también del tipo de institucionalización que lo rodea y lo contiene o no puede contenerlo. Hay casos en los que el dominador obtiene su poderío a partir de un camino legal o estatutario, por sucesión hereditaria o por consagración electoral. Otro caso es el de los jefes revolucionarios que derriban las instituciones y se constituyen en jefes del Estado por voluntad propia y por la fuerza de su séquito.
Un tercer modo es el de aquellos que reciben el poder por delegación de las autoridades legítimas, sin tener derecho pero amparados por el gobernante legal, quien los acepta y les entrega todo o casi todo su derecho al mando, salvo la hipotética posibilidad de revocar algún día el mandato. Estos son los famosos validos de la historia: Sejano, Richelieu, el conde duque de Olivares, Godoy, Bismarck, Mussolini.
Fuente: lanacion.com
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