Eduardo Fidanza - Para LA NACION
Esta idea conduce a una conclusión en cierto modo paradójica con respecto a la democracia argentina.
El Gobierno mostró poco respeto por las instituciones representativas y, a veces, actuó al margen de la Constitución. No obstante, el éxito del peronismo al lograr salvarse a sí mismo como también a la economía argentina de la profunda crisis de la última década bien puede haber creado la base para un régimen más estable y efectivo en las próximas décadas."
Este párrafo podría haber sido firmado por un observador ecuánime de la Argentina de estos días. Pero es una impresión errónea. En realidad fue escrito en 1997, es decir, hace ya 13 años, por un joven investigador norteamericano que había llegado al país para indagar por qué el peronismo, un movimiento populista, pudo haberse adaptado con tanto éxito al neoliberalismo, al girar 180 grados en su doctrina, durante el gobierno del justicialista Carlos Saúl Menem.
El politólogo que sacó esta conclusión ?hoy ampliamente difundida en el mundo académico? es Steven Levitsky, entonces profesor de la Universidad de Berkeley y, actualmente, prestigioso catedrático en Harvard.
Levitsky sostiene que, a diferencia de los típicos partidos populistas de masas, el peronismo se caracteriza por un bajo grado de institucionalización de sus órganos directivos, combinado con una perdurable inserción en los sectores populares por medio de las más diversas redes formales e informales, licitas o ilícitas, desde las Unidades Básicas, los punteros, las agrupaciones barriales y sindicales hasta las barras bravas y las organizaciones dedicadas al juego y la droga.
En términos de eficacia política, la penetración del peronismo en los sectores populares se explica por lo que Levitsky llama "encapsulamiento político". Significa que, en determinados enclaves geográficos y socioeconómicos, el justicialismo es la única fuerza vigente y visible.
"En muchas zonas de bajos ingresos -escribe el autor- el peronismo es todavía, social, organizativa y políticamente, el único jugador del lugar. Los otros partidos son virtualmente inexistentes, y la competencia política primaria se produce dentro del peronismo".
Estos comportamientos informales pero estables suceden en la base social del justicialismo. En la cima, dirá Levitsky, rige la fluidez. El origen de ésta es el bajo grado de organización del partido, cuya raíz debe buscarse en su origen carismático. Después de Perón, el Partido Justicialista nunca logró ponerse de acuerdo en torno a las reglas que debían regirlo, pero esta anomia derivó, según Levitsky, en un rasgo singular que asegura su perpetua adaptación: la flexibilidad estratégica, inexistente en partidos más orgánicos.
"Flexibilidad estratégica" es un bonito término académico para describir la amplia discrecionalidad y el poco apego a las reglas con las que se han desempeñado los dirigentes peronistas. La revocación sumaria de mandatos, el desconocimiento de las autoridades constituidas, la modificación arbitraria de los estatutos, la anulación de las elecciones internas, el alineamiento instantáneo con el ganador de turno, la posibilidad de escalar posiciones por la sola posesión de recursos económicos, son, entre otras prácticas, las que le otorgan al peronismo la posibilidad de cambiar de ideología como de traje. O de enunciar de un modo característico, más allá de los compromisos programáticos, según concluyeron Eliseo Verón y Silvia Sigal.
Así, la estructura del justicialismo, flexible y dual, funcionaría como una suerte de construcción antisísmica de dos plantas. En la de arriba, los líderes nacionales pueden practicar el neoliberalismo o el setentismo, con suerte diversa; en la de abajo, el "peronismo-peronista" persiste y se reproduce, garantizando la continuidad.
Este es el secreto de la perdurabilidad del justicialismo como fuerza política, según Levisky, y también el reaseguro de la estabilidad (no de la mejora) del sistema político, al menos en las últimas dos décadas.
Las pruebas están a la vista: en 1989 y en 2001 ese fue el cometido que cumplió el justicialismo. Con un régimen de partidos fragmentado, con un no peronismo fatalmente centrífugo, en medio de crisis sociales y económicas profundas, el movimiento fundado por Perón, aun dividido y sin mística, llevó a cabo esa función.
Asentada la paradoja política según la cual un partido que tiende a vulnerar las instituciones está en condiciones, sin embargo, de asegurar la estabilidad, puede avanzarse hacia otro contrasentido, no menos inquietante.
La Argentina actual muestra un dinamismo económico inédito en las últimas décadas, debido al milagro de la soja. Si se enlaza este hecho con la paradoja de Levitsky, puede llegarse a otra conclusión paradójica: el país está creciendo aceleradamente bajo un gobierno poco respetuoso de las instituciones.
Si esto fuera así, es necesario revisar un tema sensible: la relación entre instituciones y crecimiento económico. Una parte de la biblioteca, llamémosla institucionalista, afirma que el requisito de la sustentabilidad del crecimiento es la calidad institucional. Esta ha sido, a grandes rasgos, la tesis del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional en los últimos años y el argumento predilecto de muchos analistas y del grueso de la oposición a los Kirchner.
Sin embargo, la otra parte de la biblioteca aporta evidencia empírica que contradice, o al menos relativiza, la premisa institucionalista. Para poner un caso, en su libro ¿Qué fue del buen samaritano? , una lectura turbadora, el economista surcoreano Ha-Joon Chang -profesor en la Universidad de Cambridge- ofrece una visión alternativa y muchos contraejemplos.
Atengámonos, por razones de brevedad, a dos anomalías que se le achacan a la administración Kirchner: corrupción e inflación. Respecto de la primera sostiene Ha-Joon Chang: "La vida sería más sencilla si cosas moralmente inaceptables como la corrupción tuvieran también consecuencias económicas inequívocamente negativas. Pero la realidad es mucho más compleja".
Avala esta afirmación puntualizando que si bien naciones de comportamiento irreprochable como Finlandia, Suecia y Singapur funcionaron muy bien económicamente, otras, como Indonesia, bajo una dictadura, tuvieron buen desempeño; y aun varias más, con ciertos problemas estructurales de corrupción, como Italia, Taiwán y China, lo han hecho todavía mejor.
Respecto de la inflación, evoca Joon Chang, entre otros, el caso de Corea, que en las décadas del 60 y 70, mientras su renta per capita crecía al siete por ciento anual, soportó una inflación cercana al 20%. También menciona la experiencia de Brasil en los años 70. Por si esto no bastara, Chang cita un estudio de conclusiones polémicas, cuyos autores son dos prestigiosos economistas del Banco Mundial, Michael Bruno y William Easterly. El paper , titulado Inflation Crises and Long-Run Economic Growth ( Crisis inflacionarias y crecimiento económico de largo plazo ), concluye que por debajo del 40% anual de inflación no existe una correlación sistemática entre ésta y el ritmo de crecimiento. Afirman también que por debajo del 20%, una mayor inflación parecería ir asociada a un mayor crecimiento durante algunos periodos.
Podrá sostenerse que estas conclusiones son rebatibles o que Joon Chang está empeñado en una obsesiva disputa con los organismos internacionales que le nubla la vista. También se argüirá, tal vez con razón, que minimizar el efecto de la inflación es una irresponsabilidad en la Argentina. Téngase en cuenta, sin embargo, que los argumentos reseñados no surgieron en Cuba, sino que provienen de una discusión en la elite intelectual de los principales países capitalistas del mundo.
Mi intención al adentrarme en cuestiones tan polémicas como éstas es mostrar la triste paradoja que podría encerrar nuestro futuro: estamos en condiciones de ser un país factible, pero de cuarta. Que aúne, sin sonrojarse, superávit y corrupción. Estabilidad política y desprecio por las instituciones. Aumento del PBI e injusticia. Consumo masivo y mortalidad infantil. Bicentenario y resentimiento político. Cosechas récord y hambre.
No será el mundo quien nos haga mejores. A él le bastará con que cumplamos módicos papeles: no abrazarnos con Ahmadineyad, colaborar en la lucha contra el terrorismo global, coquetear con Chávez, pero no casarnos con él. Y si no le garantizamos al extranjero inversiones de largo plazo, vendrá por negocios financieros, que no dan trabajo pero son muy rentables.
Le toca a nuestra clase dirigente y hoy en particular a la oposición -peronista y no peronista- descubrir y mostrar la diferencia entre la mediocridad y la excelencia, entre el crecimiento y el desarrollo, entre las instituciones y la anomia.
La oposición, como sostuvo hace poco en estas páginas Luís Gregorich, deberá proponer el programa del futuro y suscribir un pacto de gobernabilidad. Y ella, con inteligencia, tendrá que establecer un puente con lo bueno que hizo el actual gobierno, mientras rechaza su intolerable desprecio por la calidad, la verdad y el consenso.
No un futuro catastrófico, que al menos sería épico, sino la gris probabilidad de ser viables pero mediocres, acaso despierte la conciencia de las elites argentinas.
Fuente: lanacion.com
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