Con la fiesta del Bicentenario, la sociedad argentina ha dado un inolvidable testimonio de concordia y convivencia del que una dirigencia que parece empeñada en dividirla debería tomar el ejemplo.
Pocos motivos para reunirnos en plan de festejo hemos tenido últimamente los argentinos. Todo aquello que remita a celebración ha quedado reservado en los años recientes a alguna victoria deportiva, sobre todo futbolística, o de un partido o candidato en particular en un día de elecciones. En esos casos, sin embargo, han persistido y hasta se han ahondado las divisiones. El país de las antinomias no ha podido dejar de ver las cosas en blanco o negro, como si todo se rigiera por contrastes.
Por eso ha resultado excepcional este Bicentenario. La inmensa mayoría de la gente que participó de la fiesta, sin otra identificación que la escarapela o la bandera argentina, se volcó en forma masiva a las calles sólo para compartir unas jornadas que pasarán a la historia por la celebración en sí, pero cobrarán mayor relevancia si se las evalúa en su justa medida por la convivencia y el respeto reinantes. No hubo insultos ni agresiones ni incidentes. Aquellos que veían un espectáculo en el Obelisco, montado por el gobierno nacional, se desplazaban hacia el Teatro Colón para ver otro, organizado por el gobierno de la ciudad de Buenos Aires. Nadie se sintió ajeno, por más que no comulgara con un gobierno o el otro o, incluso, con los dos a la vez.
Es evidente, transcurridos unos días de las celebraciones, que ni la presidenta Cristina Kirchner ni el jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri, estuvieron a la altura de las circunstancias. Ambos se vieron sorprendidos en su inmadurez o su incapacidad para sostener un debate serio y responsable por un pueblo que supo evitar una discusión de tan baja estofa como la conveniencia de estar en el supuesto territorio del otro o no, como si el Teatro Colón perteneciera a una presunta derecha recalcitrante y, como supo decir uno de los más afilados defensores del gobierno nacional, la Plaza de Mayo fuera patrimonio de los peronistas.
No obstante, el pueblo que celebró en la capital de la República y en el resto del país moderó todo atisbo de extremismo.
No hubo actos de los Kirchner o de la oposición, sino actos de todos en los que participaron todos, sin necesidad de acreditar filiación partidaria alguna.
El país reafirmó un contrato consigo mismo, con valores que están más allá de las riñas entre líderes que, lamentablemente, quedaron un escalón debajo del pueblo al que aspiran representar.
Mientras la ciudadanía daba muestras inequívocas de su vocación de paz y concordia, sectores afines al oficialismo procuraron profundizar los rencores que anidan en los pliegues de una versión sesgada de la historia.
El deseo egocéntrico de asumir como propia una celebración histórica cuya esencia es de entraña institucional quedó reflejado en varios ejemplos de sectarismo. Entre otros, la huida jurisdiccional del histórico tedeum porteño; la infantil ausencia presidencial en la reapertura del Teatro Colón; la resentida exclusión del vicepresidente de la Nación de los actos organizados por el Poder Ejecutivo Nacional y el desaire de la jefa del Estado a las Fuerzas Armadas al faltar, sin aviso, al desfile militar que, a pesar de su modestia, fue aclamado por el público. También, en las palabras rencorosas y extemporáneas del ministro de Justicia, Julio Alak, en el sentido de que "hay muchos Martínez de Hoz que todavía están libres", que interrumpieron el clima de sana unión que vivía la ciudadanía.
Por fortuna, más allá de una obstinada insistencia del oficialismo en alentar enfrentamientos que ya nadie quiere, los argentinos que celebraron el Bicentenario de su Patria han mostrado que en el reencuentro, en la amistad cívica, en el respeto mutuo y en el sentido homenaje a sus próceres, está el único camino posible hacia un futuro común y venturoso.
No se equivocó el presidente de Uruguay, José "Pepe" Mujica, cuando dijo que los argentinos debíamos querernos un poco más. Querernos es confiar en nosotros mismos y dejar de subestimarnos y de creer que nuestro destino depende de un gobierno que supone que todo lo bueno se debe a su impecable gestión.
Querernos es, también, respetar las leyes en lugar de malinterpretarlas en beneficio propio o de un sector en particular y, como quedó demostrado en los festejos del Bicentenario, mirar más hacia delante que hacia atrás para no avanzar, como pretenden algunos, con la vista clavada en el espejo retrovisor. Es mejor imaginar cómo serán el país y sus festejos dentro de cien años que reparar en 1810 y 1910 para jactarnos con fines estrictamente políticos y electorales de una bonanza que dista de ser la adecuada para un país con la potencialidad del nuestro.
La historia no es sólo un ejercicio intelectual. Sirve, sobre todo, para retemplar el ánimo con las conductas más edificantes, comprender los errores y afirmarnos en los rasgos positivos de nuestra nacionalidad. No para arrojarle incienso a un pasado mítico ni para responsabilizar al ayer por los yerros de hoy.
La celebración de nuestro Bicentenario ha dejado alguna esperanza, en medio de tantos desencuentros, de que es posible un alto en la lucha encarnizada de la política subalterna y de que nada será suficiente para apagar el afán de los espíritus más nobles por la tolerancia, la convivencia y la tan ansiada unión nacional.
Fuente: lanacion.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario